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Dos minutos, cuarenta segundos y una trompeta

Superar la primera entrega de 'El juego del calamar' era casi imposible. El efecto que se produjo envuelto en sorpresa fue algo insólito que sólo un trabajo sólido y un punto de suerte logran inesperadamente (el boca en boca funcionó como nunca antes lo había hecho). Ni siquiera los aspavientos de los actores y actrices coreanos fueron motivo de rechazo entre un público acostumbrado a otra cosa más cercana. ‘El Juego del calamar’ supuso un alboroto en toda regla que con una segunda parte no parecía correr peligro de verse superada. No ha sido así.

La segunda entrega de la serie no está mal aunque la sorpresa que vivimos con la primera, esta vez, ya no se produce como es lógico. Arranca con un primer capítulo que recuerda el origen de lo que se va a contar o coloca a los nuevos espectadores ante una situación disparatada que tiene mucho de crítica social, de crítica al capitalismo en concreto. El segundo resulta casi anodino y uno se remueve en el asiento presintiendo una catástrofe. Pero la hecatombe no llega puesto que, a partir de ese momento, la narrativa comienza a funcionar mucho mejor. Más violencia, más conflicto colectivo (esta es la gran diferencia respecto a la primera parte de la serie), personajes secundarios que dan lustre y color al conjunto y la construcción de una tensión narrativa que funciona con fortaleza. La puesta en escena, como ya ocurrió, una maravilla.

Nos sigue recordando todo esto a 'Perseguido', 'Los juegos del hambre' o, por supuesto, 'Battle Royale'. Pero algo se ha modificado y hace que ‘El juego del calamar 2’, sin ser tan sorprendente como la primera parte, funcione bastante bien. La interpretación de Lee Jung-jae (personaje protagonista), siendo más plana que antes (ya no es un pobrecillo obligado a participar en un juego grotesco), supone un guiño a un público no acostumbrado al histrionismo más exagerado. Gong Yoo (¿recuerdan al personaje que abofeteaba a los candidatos en las estaciones de metro y les invitaba a participar?) toma importancia y aporta un toque maligno a lo que sucede, indica que todo puede ser mucho peor de lo que imaginábamos. El actor Hwang Jun-ho (este interpreta al hermano del malo malísimo) da forma a una subtrama que no sé muy bien cómo va a rentabilizar el guionista Hwang Dong-hyuk, pero que sirve de muelle para que la trama no se empantane con una acción alocada (lo que sucede en la isla es una auténtica locura y eso no puede mantenerse durante toda la entrega porque dejaría de funcionar por excesiva, por reiterada o por absurda). Por cierto, Hwang Dong-hyuk logra, con mucha habilidad, que los juegos nuevos se alternen con otros conocidos para dar solidez al personaje principal. Las piezas encajan.

La sangre siempre gusta a los amantes de… la sangre. Y en ‘El juego del calamar 2’ no falta. Y una violencia dolorosa y extravagante. Es extraño, pero entretiene algo así. Y, más raro todavía, provoca risas y gran alborozo entre los más fanáticos del género. Somos así.

G. Ramírez

Fotografías cortesía de la CND.

Madrid está vestida de gala. Las calles iluminadas por millones de bombillas se ven preciosas y los visitantes las pasean asombrados. El Teatro de la Zarzuela de Madrid, a la orilla del resplandor navideño, se va llenando de aficionados a la danza, aficionados que esperan comprobar que la Compañía Nacional de Danza se va consolidando poco a poco. 

Veo la función con una joven americana  del estado de Maine a mi derecha (Katherine) que entiende perfectamente lo que le cuentan en el escenario. Habla con muchas dificultades el castellano, pero en la danza no hay idiomas; al contrario, es el lenguaje universal desde que el hombre es hombre y quiso expresar una idea. Da igual ser de Maine o de Toledo como yo mismo para poder disfrutar de la danza, del arte.

‘La Sylphide’ es un ballet romántico en el que se habla de la necesidad de amar y de lo costoso que es hacerlo si es que alguna vez se consigue; habla de lo que todo el romanticismo habló que no es otra cosa que la contraposición de lo bello y lo doloroso; habla de un destino marcado siempre por lo que somos capaces de arriesgar. Y es, sobre todo un ballet precioso que gusta a todo aquel que se arrime a él.

‘La Sylphide’ lo firmó August Bournonville, un danés que amaba la música sobre todas las cosas y la entendía como cimiento para cualquier forma de danzar, para pensar cualquier coreografía. Bournonville fue bailarín, coreógrafo y maestro de ballet.

La Compañía Nacional de Danza, dirigida por Muriel Romero, nos acerca, con mucho tino, la obra que se representará en el Teatro de la Zarzuela de Madrid hasta el próximo 22 de diciembre.

La puesta en escena de Petrusjka Broholm, danesa como Bournonville, se ciñe a lo que podríamos definir como representación clásica de la obra que, por tanto, trata de ser fiel a la idea de su creador. Ya montó en 2023 esta misma obra para su estreno por la Compañía Nacional de Danza y, ahora, regresa para reponer la producción. Se trata de una puesta en escena precisa, económica en cuanto a elementos irrelevantes, y clara para el espectador que puede atender a los bailarines sin tener que centrar el foco en otros aspectos mostrados en el escenario. La narrativa del ballet es clara, casi quirúrgica, y la puesta en escena hace que resalte y pueda ser comprendida por cualquier tipo de espectador. Se consigue que en el escenario se traduzca con detalle lo que la partitura de Herman Severin Løvenskiold dice al tiempo que los bailarines expresan. Es una puesta en escena muy inocente, muy amable.

Los bailarines de Muriel Romero muestran una muy buena preparación técnica. Todo fluye en el escenario sin que apenas notemos que estamos ante una compañía de danza. Si bien es cierto que el nivel es bastante homogéneo, destacan Giada Rossi (elegante, sensual y evocadora al expresar corporalmente) y Felipe Domingos (un torbellino de tremenda fuerza física y una técnica que, aunque mejorará con el tiempo, promete cosas más que importantes). Yanier Gómez Noda, que estuvo bien, cometió un par de errores que deslucieron su trabajo, dos pequeñas cosas que, aunque sin gran importancia, no pueden producirse en el nivel que se exige a la Compañía Nacional de Danza. El resto de bailarines hicieron un trabajo serio y más que notable.

La tarde de danza fue espléndida con el teatro lleno (se colgó el cartel de ‘no hay billetes’). El frío de Madrid esperaba en la calle al terminar la función. El frío y, también, el bullicio que anuncia la Navidad en la capital y ese aroma a belleza que solo una ciudad como Madrid es capaz de desprender a cualquier hora y en cualquier momento.

G. Ramírez

 

Miles Davis y Bill Evans durante la grabación de 'Kind of Blue'

La música jazz es difícil de definir. Sin embargo, hay una característica que se presenta como constante en cualquier época, en cualquier estilo de jazz: la improvisación. Generalmente, son las melodías procedentes del blues o las que llegan de estándares las que se utilizan para inventar y colocar notas donde alguna vez no cupieron, para inventar música y más música. Sin ataduras, sin puertas insalvables.

Tal y como dice Ashley Kahn en el libro ‘Miles Davis y Kind of Blue’: Una melodía es básicamente una sucesión de notas, y cada una de ellas es la raíz de un acorde correspondiente; la línea melódica se mueve (en jerga de jazz, swinga) horizontalmente a través del tiempo. A este movimiento se le conoce como progresiones de acordes.

Pues bien, si un músico no conoce las notas de la armonía no puede tocar y menos improvisar.

Parker y Gillespie complicaron mucho las cosas. Introdujeron notas cortas en las estructuras de acordes que, si bien convertían la improvisación en algo mucho más llamativo, nervioso o transgresor, dificultaban que los músicos que no conocieran la estructura armónica pudieran hacer esa música.

Sin embargo, tras el alboroto del bebop, los músicos sentían que las progresiones de acordes ya conocidas, limitaban mucho su expresividad. Llegó el momento de buscar alternativas, de experimentar. Y en eso Miles Davis era el primero en apuntarse. Junto al pianista Bill Evans, marcaron el camino de un tipo de jazz distinto que les permitiría contar todo aquello que necesitaban decir: el jazz modal.

No era nuevo, pero no se había impuesto en ningún momento de forma clara. Ellintong ya lo había utilizado en temas importantes como, por ejemplo, ‘Caravan’ (12 compases sobre un solo acorde antes de llegar a Fa Menor).

En el jazz modal o de escalas, la nota central es tónica. En la música clásica ya se utilizaba con frecuencia y permitía a los jazzmen, al tocar sobre una escala, manejarse con mayor libertad. Antes, basando su música en acordes, al llegar el compás 32 todo se repetía y el callejón no tenía salida expresiva.

Nirek Sabal

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