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Dos minutos, cuarenta segundos y una trompeta

 


Llovía a mares en Madrid a la misma hora que comenzaba uno de los mejores conciertos a los que se puede asistir en la actualidad si se busca jazz, funky, rock, chispas de rap o pizcas de country. Sobre el escenario del ‘Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa’ Víctor Wooten y sus hermanos para convertir el lugar en una locura musical. 
Una pregunta que suelo hacerme, después de un buen concierto de jazz, es por qué el personal no se pone a bailar sin problemas si es que lo pide la música. Un concierto de jazz en silencio completo, sin mover los pies o los brazos y sin expresar el sentimiento que hace florecer la música, es extraño. Tal vez algo estéril. Ayer, esa pregunta me la tuve que hacer durante hora y media puesto que parecía imposible que la gente no se levantara para bailar. Casi al finalizar, algunos jóvenes ya no pudieron aguantar más y en un tema con una carga de funky descomunal y arrolladora se levantaron y se dejaron llevar por las fusas, corcheas y redondas, por los compases contabilizados por Víctor Wooten, por una base rítmica robusta y exacta o la improvisación de unos músicos extraordinarios por muchas razones. Sumar a la música la danza es algo que el ser humano siempre hizo de forma natural. La expresividad siempre ha sido necesaria para el ser humano, para entender lo que le sucede y hacer comprender eso mismo a los demás. Por eso, entre otras cosas, existe la música o la pintura o la literatura. Sin explicar nuestro relato colectivo e individual no podríamos seguir adelante. Por eso convendría bailar al escuchar esa música que no nos permite dejar de seguir el ritmo con los pies. 
Los hermanos Wooten son, por separado, unos músicos de calidad contrastada y reconocida de forma unánime entre la crítica y los aficionados al jazz. El más joven de ellos ha sido señalado como uno de los mejores bajistas de la historia por la revista Rolling Stones. Y no es para menos porque el instrumento en manos de este hombre se convierte en un objeto mágico, en un instrumento que puede liberar sonidos que uno no sabe que existen. El swing de Víctor Wooten es milimétrico, el sentido del ritmo exacto y la intensidad que alcanza cada compás, si Víctor Wooten está a los mandos, es muy difícil de explicar. El fraseo de este bajista es original, el lenguaje que explora es siempre novedoso, la improvisación sorprende por su claridad y solidez. En fin, un verdadero espectáculo. Roy, uno de los hermanos mayores (Future Man es su apodo) es un baterista formidable. No se arruga si tiene que levantarse para colocarse frente al micrófono y cantar con buen timbre y afinación. Y si se levanta con el instrumento que él mismo inventó colgado del hombro (‘drumitar’ de llama el instrumento con forma de guitarra amorfa que suena como un artefacto de percusión completo) la cosa se multiplica y el concierto se dispara en interés y perfección. Joseph (estuvo sobre los escenarios formando parte de la Steve Miller Band) es un terremoto con el teclado y con la talkbox. Es el que arrima el trabajo a territorios que casan siempre bien como son el funky, el soul o el rap. El cuarto de los hermanos, Regi, es el guitarrista. Mucho rock, mucha improvisación que arrastra al que escucha a lugares que están allí mismo de forma inexplicable. Ay, que voz tan bellamente desafinada y rasgada al mismo tiempo. Es un virtuoso.
Dicho todo esto, es necesario señalar que la unión de estos cuatro músicos da como resultado un espectáculo sin igual. Soul, jazz, rock, rap, country, funky y miradas exclusivas de la realidad, removidas con suma delicadeza musical.
El público del Teatro Fernán Gómez disfrutó mucho. Sin bailar, pero mucho. Y es que este concierto era un privilegio que pocas veces se puede disfrutar.
Por cierto, muy bien el sonido cuando no es un concierto fácil.
G. Ramírez

 


Si en el lunes anterior los Yellowjackets habían teñido el Teatro Albéniz de azul con su jazz elegante y cerebral, la noche del homenaje a Bebo Valdés encendió la calidez del Caribe: ritmo, emoción, raíces y alegría. Fue una celebración luminosa y a la vez íntima, una conversación entre generaciones que hablaban el idioma que mejor dominan: la música.

Desde el primer minuto el teatro respiró otro clima. El trío inicial — piano, contrabajo y cajón — abrió la velada con una composición propia, “Sabor a mí”, escrita en homenaje a Bebo. La pieza, más que una canción, fue una declaración de gratitud.
Al piano, Alex Conde desplegó un toque elegante y fresco, un equilibrio perfecto entre técnica y emoción. A su lado, el Negrón, majestuoso al contrabajo, parecía fundirse con su instrumento, abrazándolo como un koala, con la mirada fija en el tintineo de las cuerdas del piano. Y al fondo, El Piraña, figura legendaria del cajón flamenco, tejía la urdimbre rítmica con una entrega total.

El ritmo como plegaria

La composición fluyó entre son, jazz y bulería. Cada músico respiraba en el otro, sin jerarquías, con respeto y libertad. Era la música como acto de fe: no buscaba impresionar, sino invocar a Bebo desde el alma.
Tras un par de piezas, Alex Conde presentó al cantaor Rafita de Madrid, quien llenó el escenario con su voz rasgada y profunda. Interpretó una versión estremecedora de “Lágrimas Negras”, mezcla perfecta de jazz, flamenco y cante jondo.
Aquello fue pura emoción física: la voz, el piano y el cajón se fundieron en un lamento colectivo. Durante varios minutos el teatro respiró al mismo tiempo; no hubo un solo espectador que no sintiera el corazón apretado.


Cambio de alma, mismo instrumento

Después del primer bloque, Alex Conde cedió el piano a un músico cubano: Cucurucho Valdés, heredero directo de la dinastía Valdés, sobrino de Chucho e hijo musical de Bebo. El cambio fue inmediato.
Si Conde sonaba clásico y luminoso, Cucurucho era pura tormenta tropical. En sus manos el piano bailaba: cada nota era una sonrisa. Tocaba con todo el cuerpo, con la cabeza, con el alma. A ratos, mientras lo observábamos, resultaba inevitable imaginar que en su mente flotaba un bocadillo como de Homer Simpson bailando salsa en un salón de La Habana.
Transmitía la felicidad de quien juega con su instrumento, de quien celebra la vida a golpe de tecla. Su energía era tan contagiosa que el público se movía en las sillas, incapaz de permanecer quieto.
Cucurucho recordó que el piano puede ser también alegría, no solo solemnidad; que puede hacerte bailar sin que te levantes del sitio.

Romance y melancolía

El repertorio del segundo bloque viró hacia la nostalgia. Sonó “Romance en La Habana”, pieza del costarricense Ray Rico, interpretada con un tono suave y melancólico, evocando las noches cálidas de Cuba.
Luego llegó “Rosa Mustia”, un bolero solemne, profundo, casi trágico, donde el piano lloraba y el contrabajo respondía como un eco grave.
Fue un tramo introspectivo, una pausa emocional dentro del homenaje: si el inicio había sido celebración, aquí el recuerdo se volvió oración.

El contrabajo que abraza y mira

Durante todo el concierto el Negrón sostuvo el alma del grupo. Su relación con el contrabajo era casi humana: lo abrazaba, lo miraba, lo hacía vibrar con ternura. Había algo hipnótico en esa imagen, como si su mirada mantuviera viva la música. Cada nota parecía salir no del instrumento, sino del contacto entre ambos.

El duelo del Piraña

El momento más conmovedor llegó cuando El Piraña dedicó una pieza a su hermano, recientemente fallecido. Tocó con el rostro empapado, secándose las lágrimas y el sudor al mismo tiempo, mientras el cajón latía como un corazón.
No hubo palabras, solo compás. En ese silencio compartido se entendió todo: la música como refugio, como catarsis, como vida.

El canto heredado

En una de las escenas más entrañables, Cucurucho Valdés invitó a su padre, José Rivero Francisco, a cantar. Antes contó que había crecido rodeado de sonidos: “En mi casa lo primero que oí no fueron palabras, fueron instrumentos —saxos, clarinetes, pianos—. Soy un afortunado”.
Acto seguido, padre e hijo interpretaron “Cómo fue”, el clásico inmortalizado por José José.
El teatro se convirtió en sala de estar: una voz veterana de bolero, cálida y contenida, y un piano que la arropaba con amor. No hubo alardes ni solos; solo la belleza de lo sencillo. Cuando terminó, el aplauso fue más un abrazo que un ruido.

Dos pianos, una sonrisa

Casi al final, Cucurucho invitó a subir nuevamente a Alex Conde. Ambos se sentaron frente al piano, dos almas, veinte dedos y un solo instrumento.
Lo que siguió fue un juego entre genios: improvisaciones cruzadas, miradas cómplices, carcajadas. Uno lanzaba un motivo, el otro lo devolvía transformado. El público reía y aplaudía cada cruce de manos.
Era el espíritu de Bebo encarnado: libertad, humor, elegancia, complicidad.


Un final espontáneo

Cuando parecía que todo estaba dicho, apareció en escena Luis Guerra, otro gran pianista, que regaló un par de minutos de pura inspiración. Fue breve, chispeante, el broche perfecto para una noche que no quería terminar.

El eco de Bebo

El público se levantó de inmediato. No eran aplausos de rutina, sino un agradecimiento profundo. Porque todos sabíamos que, de alguna manera, Bebo Valdés había estado presente.
Su espíritu flotaba entre los músicos, no como un recuerdo melancólico sino como una luz cálida, un soplo de vida.
Este concierto no fue solo un tributo: fue una conversación con el maestro, un acto de continuidad. Hablaron con él en su idioma — la música — con las palabras que él mejor entendía: un contrabajo que respira, un piano que ríe, un cajón que llora y un público que escucha.

El idioma de la alegría

La música de Bebo Valdés no pertenece al pasado. Vive en cada músico que lo invoca con honestidad, en cada nota que huele a mar y a café, en cada sonrisa que el ritmo arranca.
El homenaje del Albéniz fue eso: una celebración de la vida que suena. No nostalgia, sino presente.
Porque el legado de Bebo no es una técnica: es una actitud, una manera de sentir. Esa alegría serena y elegante que convierte el dolor en belleza, la tristeza en ritmo, la memoria en fiesta.

Y así, cuando la última nota se apagó, el Teatro Albéniz se quedó un instante en silencio.
Luego, lentamente, la gente comenzó a salir. Pero todos llevábamos algo en el pecho: la certeza de que Bebo Valdés sigue hablando, todavía, a través de sus hijos musicales.
Y que por una noche, Madrid fue La Habana.

María Sanz Sauco

 

Kandace Springs. / © Elvira Megías

‘You’ve Changed’, un tema que Billie Holiday era capaz de convertir en un pañuelo de seda para anudar al cuello de cualquiera que escuchase, sonó en el Auditorio Nacional de Música y la realidad saltaba hecha añicos. Todo parecía retroceder en el tiempo. Kandace Springs, con su piano y una voz preciosa, homenajeaba a Holiday y convertía la tarde en un tiempo para el recuerdo de los que amamos el jazz.
Billie Holiday fue una cantante que, desde sus primeras apariciones en público, se convirtió en un referente para cientos de mujeres que deseaban ser cantantes. El inigualable timbre de voz de Holiday, ese desmayo vocal que dejaba el tiempo en una pausa eterna o un fraseo conmovedor y siempre sorprendente, sobrevivieron a la vida desordenada, difícil, gris y violenta de esta mujer. No es de extrañar que ante semejante herencia, la Kandace Springs no se lance a encajar un tesoro en su propio registro.
La voz de la señora Springs es sugerente, el timbre se queda reposando en el oido con una delicadeza poco común, y la técnica vocal que despliega la cantante es robusta, bien construida sobre un conocimiento exhaustivo del pasado. Kandace Springs es la evolución de Holiday aunque, también, de Niña Simone, de Roberta Flack, Etta Jones o de Ella Jane Fitzgerald. Y condensa la evolución jazzística de todo el siglo XX sumando al jazz una buena dosis de soul, una ración de rhythm and blues y una pizca de quite storm. Es una artista de enorme categoría que muestra y demuestra una formación clásica exquisita y una capacidad para la improvisación con el instrumento que sumada al scat le convierten en un referente actual. Si Billie Holiday es la gran dama de todos los tiempos dentro del mundo del jazz, a este paso, Springs se convertirá en algo parecido en este siglo XXI.
Acompañaban a la cantante y pianista, Caylen Bryant (una simpatiquísima contrabajista panameña que domina su instrumento y que se sumaba con la voz al trabajo de la líder de este trío) y Camillero Gainer (baterista poderosa que hace las veces de cheque en blanco para que la base rítmica se construya desde la seguridad absoluta). El conjunto resulta, además de ejemplar en el plano musical, simpático y muy evocador. La fuerza femenina es imparable cuando los sumandos están tan bien plantados. En el Auditorio Nacional de Música el aroma femenino llenaba cada rincón. Y es que el Centro Nacional de Difusión Musical nunca olvida en su programación que lo femenino de la música es grande, muy grande.
Kandace Springs homenajeaba a Holiday aunque no se dedicó a cantar canciones que hicieron inmortal a la cantante. Al contrario, hizo suyas todas las piezas. En la única que sí se pudo en ‘modo Holiday’ fue con ‘You’ve Changed’ y se aproximó al interpretar ‘Strange Fruit’; el resto nada que ver salvo en el espíritu de los temas y el recuerdo. Me gustó, también, una versión atractiva y muy divertida de ‘Killing Me Softly with His Song’ de Roberta Flack. En un par de temas, Springs interpeló al público para que le acompañase y el concierto acabo con una estruendosa ovación. Merecida de verdad.
El ciclo ‘Jazz en el Auditorio’ toma velocidad de crucero y el resto de la programación promete buenos conciertos. Como cada año.
G. Ramírez
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