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Dos minutos, cuarenta segundos y una trompeta

Todas las fotografías: Javier del Real

Madrid es una ciudad extraordinaria por muchas razones. Su luz al atardecer es inigualable, la posibilidad de pasear sus grandes parques o sus calles es deliciosa, la gastronomía de la ciudad está a la altura de cualquier otra capital del mundo, la oferta cultural es asombrosa… Pero, sobre todo, Madrid es una ciudad abierta para cualquiera que llegue de fuera, la hospitalidad de los madrileños es indiscutible y nadie se puede sentir extraño en ningún rincón de la ciudad. Y es que los madrileños son personas de buen carácter, alegres, divertidos y cercanos. No es de extrañar que un artista decida rendir homenaje a los madrileños en una de sus obras tal y como hizo Amadeo Vives con ‘Doña Francisquita’.

Tampoco es de extrañar que el 17 de octubre de 1923, el Teatro Apolo se convirtiese en una casa de locos. Se estrenó la obra de Vives y los aplausos no cesaron desde el primer momento hasta que acabó la representación. El éxito de ‘Doña Francisquita’ fue clamoroso.

Y si no es extraño todo esto, tampoco lo es que los aficionados a la zarzuela más puristas se sientan incomodos ante la producción que se ha comenzado a representar el 19 de junio en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, una producción ya conocida por el público del foro puesto que se repite tras su estreno hace cinco años. La versión de Lluís Pascual elimina escenas por completo y elimina textos hablados (esto sucede con mucha frecuencia en la actualidad puesto que el sentido de esos textos es escaso en los tiempos que corren) y, en su lugar, la obra incorpora textos del propio Pascual que, entre otras cosas, cuentan el argumento original de la obra de Vives. Si no fuera por esa explicación la obra quedaría reducida a un amasijo de números musicales inconexos y sin sentido.

Dicho todo esto, hay que señalar que, si bien es una adaptación muy libre, esta ‘Doña Francisquita’ resulta atractiva, simpática, entrañable y profunda si buscamos algo más allá del entretenimiento. La música de Amadeo Vives es espléndida; el libreto de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw (lo que queda de él en esta producción) es atractivo y ameno; los textos de Pascual son divertidos y tratan de dar un toque de modernidad que consigue a duras penas en algunos tramos aunque en su conjunto resulta aceptable; la dirección musical de Guillermo García Calvo es atrevida, busca matices muy llamativos y acompaña a los cantantes sin morosidad alguna; y las voces están a una altura más que notable.


Lluís Pascual convierte el primer acto de la obra en la grabación en estudio del disco de esta zarzuela en los años 30; el segundo en un estudio de televisión de mediados de los 60 en el que se emite la obra en directo; y el tercero en lo que sería el ensayo general de la producción hoy en día (en este acto se proyectan algunas escenas de la primera película que se filmó de esta zarzuela, la dirigida en 1934 por Hans Behrendt). El actor Gonzalo de Castro hace un trabajo excelente que sirve de hilo conductor de acto a acto y narra todo aquello que va pasando o debería pasar sobre las tablas y que sería incomprensible sin su presencia. Además, acompaña hasta el escenario a Lucero Tena que, con sus castañuelas, es capaz de poner el teatro del revés. Maravillosa. El primer acto queda algo deslucido por la falta de dinamismo y la representación eleva el vuelo en el segundo y tercero cuando la escena se mueve.

¿Es esta ‘Doña Francisquita’ una traición absoluta a la obra de Vives? Yo no diría tanto. Cuando suceden estas cosas (son bastante más habituales de lo que se puede llegar a pensar) siempre pienso en la traducción que Andrés Trapiello hizo de Don Quijote de la Mancha al castellano actual. Hubo quién se llevó las manos a la cabeza ante semejante herejía literaria; pero lo cierto es que esa traducción ha servido para que decenas de miles de personas extranjeras puedan acercarse a la obra de Cervantes entendiendo bien la obra. Para un inglés que habla castellano no es lo mismo leer ese libro en el castellano de Cervantes que en el actual. Conviene no ser demasiado rígido ante los cambios porque pueden ser útiles. Conviene no cerrarse en banda ante lo novedoso porque eso no significa que el original desaparezca o algo parecido. Se trata de hacer una lectura de la obra desde una perspectiva que pueda aportar. Sólo eso.


Ismael Jordi (Fernando) firmó un trabajo estupendo. Aunque no es un cantante que pueda desplegar grandes registros si es un artista capaz de frasear con encanto para dar una continuidad muy necesaria al conjunto. Y, dicho esto, he de añadir que al cantar ‘Por el humo…’ estuvo soberbio y el público aplaudió a rabiar su interpretación. Con toda la razón del mundo. Sabina Puértolas (Francisquita) canta muy bien, ha depurado la técnica notablemente y en los tonos medios, o de camino a los más agudos, se defiende con timbre precioso y contención. Está muy bien la soprano y su faceta interpretativa es muy agradable. Ana Ibarra (Aurora, la Beltrana) cumple al igual que lo hace Enrique Ferrer (Cardona). Milagros Martín bien de voz y espléndida desarrollando el arco dramático de su personaje, Doña Francisca. El coro muy bien, yendo de menos a más; de mucho a muchísimo. Y quiero señalar la voz de Francisco José Pardo (Lañador) que suena elegante y robusta al comenzar la obra. El cuerpo de baile dirigido por Nuria Castejón es una bocanada de aire fresco y resulta un regalo para la vista.

‘Doña Francisquita’ es una obra extraordinaria. Y la producción que puede disfrutarse en el Teatro de la Zarzuela de Madrid es más que recomendable. A pesar de las sombras (que las tiene) la luz que desprende es tan bonita como la de un atardecer en Madrid.

Fotografía de Javier del Real

Los griegos tenían la costumbre de contarse historias a sí mismos sobre la vida y su sentido a través de numerosos mitos que han sido después recreados en todas las artes, algo de lo que participó con enorme talento el compositor Marc-Antoine Charpentier, protagonista de la ópera que tuvimos la oportunidad de escuchar ayer en un abarrotado Teatro Real.

Es verdad que ese teatro con el que los griegos destilaban sus dudas existenciales se exportó luego a Roma en donde compitió por el favor del público con otros espectáculos menos preguntones sobre esto tan raro del vivir, pero más bulliciosos y festivos como el circo, las termas y los leones. Hoy vivimos en esa mezcla heredada donde parece que el circo le ha ganado el pulso a los griegos y donde la diferencia de espectadores entre el fútbol y la ópera es abismal, aunque ambos espectáculos conviven como pueden en nuestra sociedad.

Ayer una historia de esas que contaban los griegos, pudimos disfrutarla a través de la estupenda música del compositor francés y barroco Charpentier que usted ya ha escuchado alguna vez aunque no sepa que lo sabe, ya que la sintonía con la que se abren las retransmisiones de Eurovisión es precisamente de este compositor, en concreto de su 'Te Deum'. Si lo cuenta a sus amigos, les impresionará, no lo dude.

El Teatro Real llevaba sin programar una ópera del barroco francés desde que inició esta nueva etapa que comienza en 1997 y acertó para romper esta tendencia al escoger una obra maravillosa de Charpentier, que por lo demás estuvo unos 300 años sin ser escuchada de nuevo, en parte por las maniobras de Lully, otro compositor de la época con enorme poder artístico en la Francia de aquel tiempo que además de ser excelente músico, era aficionado a poner zancadillas a sus rivales, como fue el caso de Charpentier. Es excelente la iniciativa del Teatro Real que tanto tiempo después y con toda justicia, contradice los deseos de Lully para darnos a conocer este tesoro musical.

Véronique Gens (Médée) y Ana Vieira Leite (Créuse). / Fotografía: Javier del Real

Es fácil caer en la idea de que nuestra manera de vivir y la sociedad en la que nos desenvolvemos nada tiene que ver con la de los antiguos a quienes consideramos primitivos y atrasados  y es aquí donde emerge la conexión con la voz de clásicos que nos susurran desde el otro lado del tiempo para descubrirnos que nuestras tragedias y penurias, son las mismas de entonces y que el sufrimiento nos hermana con ellos. Una idea hermosa que toma forma cada vez que abrimos alguno de aquellos textos antiguos y que nos esperan, con la paciencia que tiene el papel, en las estantería de cualquier biblioteca pública.

Por eso la ópera de Charpentier y la historia que tiene que contarnos ya nos resulta conocida, nos hemos encontrado con ella en las noticias, en los periódicos y lamentablemente es un argumento cuya aparición está garantizada en los medios del futuro, como tienen el hábito de hacerlo los sucesos más brutales.

La terrible historia de esta ópera se adentra dramáticamente en el amor y su lado más oscuro que corresponde al dolor y los celos por su pérdida a causa de una tercera persona. Nada que no hayamos conocido, bien en persona o a través de alguna historia cercana que haya llegado hasta nosotros. Medea no se instala en el dolor por la pérdida, ni acude a una amiga para que la escuche o se da a la fiesta y al vino para disolver su herida. Medea decide tomar venganza de la manera más tremenda que podamos imaginar, asesinando no solo a sus dos hijos, sino a la mujer que ha usurpado su lugar en el corazón de Jasón. Y lo hace ayudándose de la magia e invocando un coro de seres demoníacos, que por lo demás interpretaron excelentemente el coro de Les Arts Florissants. Lo hicieron modificando sus voces para darles un tinte abismal aunque sin dañar la música, un arriesgado equilibrio que solo un gran director puede realizar, no exento de riesgo, pero que si se consigue alcanza unos resultados sorprendentes.

Aterrizando en la música, ésta alcanza momentos de esplendor, sobre todo según avanza el drama, donde su intensidad crece alrededor de los protagonistas, una música que pone la instrumentación al servicio de la tensión emocional de los personajes y que se alza cargada de matices psicológicos que enmarcan la acción y que William Christie supo extraer de las entrañas de la partitura. Si pudiésemos dejar a un lado el estilo finamente barroco en el que se  desarrolla su estilo compositivo, podríamos percibir una intención romántica en el espíritu de Charpentier, que tan bien ha comprendido el drama teatral, no en vano trabajó con Moliere en algunas de sus obras de teatro.

Fotografía: Javier del Real
En una sociedad que suele relegar a la irrelevancia a las personas más mayores, entendiendo de manera dramática, que tienen poco que aportarnos, es gratificante comprobar como William Christie ha empleado todos los años de los que está revestida su trayectoria para transformar ese tiempo en un caudal luminoso de interpretación, algo que le es otorgado a los grandes maestros y que tuvimos el privilegio de compartir con él.

En cuanto a los cantantes tuvimos la fortuna de escuchar un reparto de primer nivel que hizo posible que nos llegase en todo su esplendor la música de Charpentier,  desde Véronique Gens que interpretaba a la furibunda Medea en un rol complejo, intenso y que requería no solo de una manera depurada de cantar sino de una inteligencia que hizo patente esta soprano, hasta  un espléndido Jasón, príncipe de Tesalia, en la voz de Reinoud van Mechelen de vocalidad noble, excelente en su proyección y con un color hermoso y redondo. Ana Viera Leite, el el papel de Créuse, con una maravillosa manera de cantar que le dio un toque de inocencia a su personaje, sin olvidarnos de la excelente manera de interpretar del resto del equipo que merecen parecidos elogios y que abreviamos por no extendernos en adjetivos, como Marc Maullon, Emmanuelle de Negri, Élodie Fonnard, Lisandro Abadie, Lucía Martín Cartón, Mariasole Mainini y el resto del elenco.

La ópera se presentó como semi-escenificada, que es una manera de decir que no se han llevado a cabo los trabajos creativos habituales que completan la puesta en escena de un ópera. Marie Lambert-Le Bihan, que se presentaba en el programa como coordinadora escénica, hizo un excelente trabajo con los medios que suponemos que contó, no echándose en falta el resto de elementos que completan una puesta en escena y con momentos imaginativos que le dieron un toque fantástico a la ópera.

El coro y la orquesta de  Les Arts Florissants completaron con su magnífica interpretación una noche de reencuentro memorable con la música de quien no debió desaparecer de los escenarios operísticos.

Por finalizar, ¿se imaginan una ópera sin cantantes? Es una pregunta que sugiere la lectura del programa de mano en el que se echó en falta la breve biografía con su imagen de los cantantes, más allá de que figurase el nombre escrito. Los cantantes son al fin y al cabo parte fundamental sobre la que se asienta una función de ópera. Privilegio impreso del que sí gozaron con justicia William Christie y Marie Lambert-Le Bihan, ausencia que se solventó finalmente en el programa online.

Mari López

Charpentier: 'Médée'. Véronique Gens, Reinoud van Mechelen, Cyril Costanzo, Ana Vieira Leite, Marc Mouillon… Les Arts Florissants. Dirección Musical: William Christie. Coordinación escénica: Marie Lambert-Le Bihan. Iluminación: Fiammetta Baldiserri. Teatro Real, 10 de junio de 2024.

Lester Young.

Benny Goodman no quiso nunca arrimarse a los nuevos ritmos del bop. Quiso ser fiel a los cánones de la Era del Swing. Podríamos decir que cumplió su papel y dejó que otros fuesen construyendo lo que sería el jazz moderno. Dedicó buena parte de su vida a la música clásica. Murió en 1986.

Otro de los músicos que contribuyó, a pesar de las críticas recibidas por los más puristas, al desarrollo y esplendor del swing fue Glenn Miller. Las raíces afroamericanas del jazz quedaban aparcadas en su música; las partituras de Miller se acomodaban en clichés facilones. Sin embargo dejó títulos que, aún hoy, siguen funcionando bien. ‘Pennsylvania 6-5000’ o ‘Moonlight Serenade’ son claros ejemplos de ello. Sería injusto no mencionar a este músico aunque no fuera el mejor exponente de lo que es el jazz verdadero. Dicho esto, el que escribe se suma a las críticas que recibió Miller y muchos directores de bandas (casi todos blancos) que sonreían al público y tendían hacia el arte más popular en lugar de hacer buen arte. La diferencia es que el arte popular es lo que quiere la gente y el buen arte es lo que necesita esa misma gente. Lo comercial y lo complaciente ponían en riesgo el trabajo de muchos músicos (casi siempre negros) que necesitaban del virtuosismo para decir cosas y construir el propio jazz.

Glenn Miller.

Fueron, también, cientos de músicos los que contribuyeron al desarrollo del jazz. No solo algunos directores de banda. Eran los integrantes de big bands que iban de fracaso en fracaso durante sus giras, que pasaban momentos de apuros económicos cada dos por tres dejando semillas de jazz por toda la geografía norteamericana e, incluso, europea. Durante los años veinte y treinta estos músicos fueron creando un estilo que se fundiría en distintas corrientes. La mejor de ellas, la que dio otro impulso al jazz durante la Era del Swing, es la que encontramos en Kansas City. Fue allí donde terminaron confluyendo músicos de otras ciudades que habían escuchado jazz y querían hacer música con esa base adquirida.

¿Por qué Kansas City? La ciudad movía enormes cantidades de dinero procedentes del juego, las drogas y la prostitución. El alcalde de la ciudad en aquella época, Tom Pendergast, era tolerante y, dado que la situación económica en el resto del país era desastrosa, todos querían participar de ese oasis que era Kansas City. La ciudad se llenó de buenos músicos. Todo se preparaba para que lo que se conoció como jazz de Kansas City apareciera con entidad propia. Hay que añadir que el jazz de la ciudad estaba financiado por estafadores que no sentían nada por la música.

En Kansas City se fundieron el blues, el sonido de las big bands y la dinámica llegada del Harlem neoyorquino en donde las jam sessions aportaban una frescura desbordante a la música.

Los arreglos musicales se redujeron y simplificaron siendo el riff la herramienta más utilizada. Los riffs (secuencias repetitivas cortas y rítmicas) son el elemento básico con el que se construían los arreglos para big bands y la base de muchas improvisaciones. Al extenderse el sonido de Kansas City esos arreglos se formalizaron y grabaron. Se pasó, además, al compás 4/4 y ese cambio en la esencia hizo que la sección rítmica modificase sus impulsos de una forma rotunda. La pulsación del bombo tan importante en otras ocasiones daba paso al hit-hat y el ritmo dejaba de depender de una forma de tocar casi milimétrica por parte del baterista. Es decir, el tom-tom-tom del bombo se cambió por el sonido agudo de los platos. Dicho de otra forma, el sonido era menos staccato.

Por su parte, el pianista podía dialogar con el resto de la banda. Ya no era una réplica de la dimensión total de la orquesta. Se reducía el acompañamiento con una serie enérgica y entrecortada de acordes; el pianista podía tocar con la misma linealidad de un instrumento de viento.

En este escenario, aparecieron Count Basie con su piano, Walter Page con su bajo y Jo Jones a la batería para apuntalar un nuevo ritmo dentro del jazz y encontrar un lugar de privilegio para la música de Kansas City. La música afroamericana se extendía un poco más.

Ella Fitzgerald, Count Basie y Frank Sinatra.

William Count Basie nació en Red Bank (Nueva Jersey) el 21 de agosto de 1904. Su familia era muy humilde. Haciendo de todo un poco, obtuvo su primera formación musical escuchando el stride de Harlem. Pronto conoció a James P. Johnson, Willie the Lion Smith y Fats Waller. Sin embargo, a pesar de su intensa relación con Waller, el blues se impuso en el universo musical de Basie como fuente inspiradora. Más tarde, viajó hasta Kansas City para encontrarse con una tradición que inundaría por siempre jamás sus partituras.

Lo importante de Basie es que logró crear un estilo muy diferente a los que eran conocidos en ese momento. Nunca antes se rebajó tanto ese encorsetamiento que habían sufrido algunos músicos. Basie consiguió que la densidad musical se rebajase y que las notas fluyeran libres de cargas modales y superfluas. Basie logró que el piano pudiera dialogar con el resto de la banda y, como un buen escritor, los silencios de su instrumento se convertían en una zona expositiva de gran relevancia. Un solo de cualquiera de los instrumentistas era tan importante como la falta de notas del piano. Incluyó en su música una fascinante ironía, un contenido difícil de conseguir.

Pero todo hay que decirlo: a Basie, a veces, se le iba la mano con este tipo de cosas y esas conversaciones pasaban a ser un chiste por un claro abuso de un humor que rebajaba, de forma notable, la calidad musical en sus actuaciones. El minimalismo que tanto buscaba Basie fue su peor enemigo cuando lo utilizaba como base artística y no como recurso circunstancial. Pero como todo hay que decirlo, añado que el tiempo ha dejado claro que el estilo de este músico era excepcional, único y de un nivel extraordinario.

Count Basie fue un líder tan grandioso como lo fue Duke Ellington. Fue capaz de unir a Lester Young, Jo Jones y Walter Page (entre otros) para que tocasen en su big band. Y esa unión dejó patente que todo lo que estaba por llegar al jazz estaría marcado por su forma de interpretar.

La banda de Basie era talento puro. El gemido de Texas que arrancaba Herschel Evans a su saxo era emocionante. Pero es que, frente a él, se encontraba Lester Young que improvisaba como nadie lo podía hacer con un saxo. Por ejemplo, en ‘Blue and Sentimental’ sentimos ese gran contraste entre los instrumentos y la libertad que rebosa en el tema resulta perturbador.

Por su parte, el vocalista Jimmy Rushing mezclaba su timbre más acomodado en la balada con otro pegado al blues. El resultado era precioso y marcó definitivamente a otros cantantes de la época. Algunos llegaron a cantar en la banda de Basie como Joe Williams o Helen Rainey. Poco a poco, algunos músicos de primer nivel se fueron incorporando a la banda. Dickie Wells y Harry Sweets Edison llegaron para improvisar y lo hicieron con un nivel de sincronización entre ellos que resulta inolvidable. Eran capaces de hacerlo sin buscar atajos o recorrer meandros musicales; eran directos, atacaban desde el mismo corazón de la melodía.

Count Basie haciendo jazz con un grupo de amigos.

Si había buenos instrumentistas de viento estaban sin duda en la big band de Count Basie.

Con estos mimbres no es extraño que Basie y su banda se convirtieran en todo un fenómeno allá donde fueran a tocar. En el Roseland neoyorquino arrasaron nada más llegar. Los productores musicales habían viajado a Kansas City para escuchar y contratarlos. En 1939 ya se les consideraba entre las mejores bandas del país. En ese año se grabaron ‘Taxi War Dance’ o ‘Tickle Toe’, por ejemplo, que son una muestra palpable de lo que era el jazz de Kansas City con Basie a la cabeza y de por qué tenía reservado un lugar preferente en la historia del jazz.

Todo estaba preparado para que el gran cambio se produjera. Finalizaba la Era del Swing y llegaba el jazz moderno.

G. Ramírez

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