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Dos minutos, cuarenta segundos y una trompeta

Los personajes que marcaron la intrahistoria han sido necesariamente ambiguos, inmorales. A menudo se obvia lo destacado de su formación, cuando se les recuerda solo por un instante, un día, el de una hazaña o un hecho nefasto. El hombre que mató a Rasputín nació en el privilegio de la exclusividad y la elevación social, se deformó en el vicio y la elegancia, pero supo continuar hasta la muerte con su excepcionalidad de ser único. Con honor y señorío.

En un ambiente de bárbaro esplendor creció el príncipe Félix Yusúpov como un joven caprichoso e impredecible, que llevó a sus padres a la desesperación cuando vieron desfilar, uno tras otro, a los sucesivos tutores contratados para intentar disciplinarle, hasta que decidieron su ingreso en un internado.

En torno a los doce años, Félix cayó bajo la fuerte influencia del primogénito, Nicolás, y en su último año en la escuela secundaria comenzó a vestirse de mujer, acompañando a su hermano en sus salidas nocturnas por San Petersburgo. En una ocasión se travistió junto a su primo Vladimir Luzúrov, y ambos fueron confundidos con prostitutas en plena Perspectiva Nevsky por un grupo de borrachos. Para escapar de ellos se colaron en un local vecino, y empezaron a flirtear con unos hombres de la mesa vecina que les invitan a un reservado. Saturados de alcohol, y jugueteando con uno de los collares de perlas de su madre, Félix desafió al resto de la clientela a acompañarles organizando un tumulto descomunal.

Comenzó entonces a llevar una doble vida, de día como joven escolar, y por las noches como mujer elegante, tanto es así que su hermano consiguió que le contrataran -por diversión- en el Aquarim Club como cantante ligera, con tal éxito que le prorrogaron el contrato para toda una semana. En la última actuación alguien reconoció una de las legendarias joyas de la princesa, y se lo comunicó a la familia. El colmo llegó una noche en la que cuatro oficiales le invitaron a cenar en un reservado del Bear Restaurant y, en la niebla del champagne, se vio obligado a huir, tras romper una ventana, después de estar a punto de ser violado.

Los escándalos se sucedían uno tras otro, circulaban por la corte. Su padre cubierto de vergüenza, le trataba de rufián, de canalla, y amenazaba con enviarle a una prisión en Siberia.

Tras severos castigos y reclusiones los hermanos trasladaron sus correrías a Paris. Una noche, durante una función en el Théatre des Capucines vieron que un caballero les observaba fijamente con intenciones obvias, y que enviaba de inmediato un ayudante al palco para informarse por Nicolás de quien era la hermosa dama que le acompañaba. Cuando se encendieron las luces reconocieron a Eduardo VII, rey de Inglaterra.

El joven estaba dotado de un gran encanto, era estiloso y brillante. El que fuera embajador de Francia en la corte rusa, Mauricio Paleólogo, lo compara en su libro de memorias con un ángel del Renacimiento. El escritor Gabriel-Louis Pringué dice que era de una belleza inimaginable, y supone que fue el adolescente más hermoso que haya existido en el mundo. Sobre su época de estudios en Oxford escribió: 'Rodeado de leyendas, vivía en una atmósfera de misterio oriental y fantasmagoría que creaban su alto nacimiento, su considerable fortuna y el lujo de cuento de hadas de su familia en Rusia'.

Las tendencias homosexuales de príncipe eran conocidas, y ampliamente aireadas en la sociedad del Petrogrado prerrevolucionario. Los rumores de sus relaciones con jóvenes oficiales llegaron a oídos de la emperatriz Alexandra. Parece que su estrecha relación con el gran duque Dimitri Pavlovitch, primo del zar, un mozo de destacada belleza, trascendió la relación sexual y sentimental, creando entre ambos una comunión mística y morbosa, comentada por los allegados, hasta tal punto, que estuvo a punto de impedir su matrimonio, por la oposición de la familia de la novia.

Porque en 1914, terminados sus estudios, Félix se casó con la gran duquesa Irina Alexandrovna, sobrina del zar, y partieron de luna de miel hacia Egipto y Tierra Santa. Como regalo de bodas, el príncipe solicitó del zar el uso sin restricciones del palco imperial en el teatro Marinski, y recibió la concesión, más un saquito de diamantes en bruto.

El magnicidio de Sarajevo sorprendió a la pareja de regreso, en Londres. Días después, en el balneario alemán de Bad Kissingen, muy frecuentado por la alta sociedad rusa, adonde habían acordado reunirse con sus suegros, los acontecimientos se precipitaron. Los austriacos bombardearon Belgrado en un intento de detener el movimiento nacionalista, y Rusia movilizó al ejército en defensa de los hermanos eslavos. El káiser Guillermo, en aplicación del tratado de mutua defensa, acudió en ayuda de Austria y lanzó un ultimátum. Se recibió un telegrama de la gran duquesa Anastasia aconsejándoles abandonar territorio alemán lo antes posible. Ante la difícil situación política dejaron los baños termales e intentaron ganar Berlín, pero apenas llegados a la ciudad, el Imperio Alemán rompió las hostilidades y declaró la guerra a Rusia.

La policía acudió al Hotel Continental para detener a los príncipes que, acompañados de su séquito y servidumbre, se encastillaron en una habitación del hotel. Finalmente fue echada la puerta abajo, todos fueron detenidos y trasladados a comisaría. Fueron inútiles las gestiones de Irina ante su prima, la princesa coronada Cecilia, nuera del káiser; y solo las del conde Sumarókov-Elston ante el embajador de España, que se quedaba a cargo de la representación de los intereses rusos, dieron como resultado una precipitada salida de Prusia. A la mañana siguiente se dirigieron a su legación, desde donde una caravana de automóviles, partió sin protección hacia la estación de Anhalter.

A su paso por las calles de Berlín la comitiva fue insultada, apedreada, alguno de sus miembros resultó herido, pero felizmente consiguieron abordar un tren hacia Copenhague donde les aguardaba la madre de Irina, la gran duquesa Xenia, con la emperatriz viuda, que se habían visto obligadas a abandonar, también precipitadamente, la capital alemana sin esperarlos, después de que el tren imperial fuera asaltado por una multitud enardecida.

La famosa demanda por calumnia del príncipe a la productora de la película 'Rasputín y la emperatriz', se vio en los tribunales de Nueva York y sentó jurisprudencia en la materia. Ventas y recompras de joyas, tres libros de memorias y la colaboración incondicional con la causa de los refugiados rusos, a los que nunca abandonaron, marcó la vida de los príncipes en el exilio, tras los años aciagos de la guerra, y la Revolución.

Instalados en una residencia en las inmediaciones del Bois de Boulogne abrieron una casa de modas, 'Irfé' –de Irina y Félix- que terminaría fracasando, como pasó con otros negocios que intentaron.

En 1939, tras la ocupación de París, la jerarquía nazi se acercó a los príncipes, y el propio Adolf Hitler expresó su deseo de entrevistarse con Félix, la idea era preparar un candidato al trono de Rusia. Yusúpov dejó patente su lealtad a la República Francesa que le había acogido, y renunció cooperar con Alemania.

Félix, príncipe Yusúpov, conde Sumarókov-Elston, murió en la cama, en su residencia parisina de Auteil, el 27 de Septiembre de 1967. Había nacido en el palacio familiar de Moika, en San Petersburgo, el 24 de Marzo de 1887. Ochenta años que cambiaron un mundo por otro.

Augusto F. Prieto


Chano Domínguez. / Fotografía de Elvira Megías
El matrimonio formado por el jazz y cualquier otro tipo de música es siempre celebrado porque el jazz hace buena pareja con todo, se deja querer y ama cualquier cosa que salga de un instrumento. Desde la música de Bach hasta el flamenco o la música latina, el jazz siempre ha encajado de maravilla con ‘lo otro’. En el caso concreto del flamenco no se debe olvidar que el 'blues', eso que queda por debajo del aparataje musical del jazz y que está cubierto por el swing, está muy presente en todos los palos conocidos. El flamenco y el jazz están muy, muy, cerca. Flamenco y jazz son, sobre todo, blues y ritmos viejos, casi ancestrales.

Madrid, en esta época del año, se va convirtiendo en una ciudad invernal en la que las temperaturas bajan sin compasión (cada vez menos, todo hay que decirlo). Pero, en una ciudad tan grande y tan llena de vida, existen rincones que parecen oasis sea lo que sea que esté pasando. El pasado viernes los aromas andaluces y sudamericanos más exquisitos revolotearon en el Auditorio Nacional de Música de la capital y un puñado de afortunados pudimos disfrutar del concierto de Chano Domínguez que estaba previsto en el marco de la programación de jazz del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM). Un concierto magnífico, emocionante y evocador a partes iguales. Fusión de flamenco y jazz, aromas caribeños, latinos puros.

Chano Domínguez (Premio Nacional de Músicas Actuales 2020 que otorga el Ministerio de Cultura y Deporte) se plantó en el escenario de la sala de cámara del Auditorio Nacional y dejó muy claro que el flamenco, el jazz, la música tradicional, unas gotas de clasicismo y el necesario toque de maestría que pone el músico, no puede fallar de ninguna de las maneras.

Chano Domínguez. / Fotografía de Elvira Megías

Arrancaba el concierto con un tema precioso, ‘Alegría callada’, que nos trasladaba hasta Cádiz. El tema está claramente construido sobre las ‘alegrías gaditanas’ y Andalucía caía sobre el patio de butacas para cubrirlo de una sonoridad única, de una belleza imposible de encontrar en otro tipo de música. A continuación sonaba una versión de la canción de Violeta Parra ‘Gracias a la vida’ con la que Chano Domínguez demostraba que su mano derecha puede alcanzar una velocidad descomunal sobre el teclado del piano. Preciosa y llena de virtuosismo esta pieza.

Chano Domínguez quiso homenajear a Paco de Lucía y Chick Corea, y lo hizo de la mejor de las formas. Escuchamos ‘Monasterio de sal’ una colombiana maravillosa (las colombianas son piezas flamencas con clara influencia caribeña) y ‘Canción de amor’ (un tema dificilísimo de interpretar) compuestas por Paco de Lucía. De Chick Corea, Chano Domínguez eligió algunas de las canciones del trabajo titulado ‘Children's Songs’ del pianista norteamericano. Se trata de música escrita aunque Chano Domínguez se dejó llevar hasta el territorio de la improvisación en las canciones ‘Número 4’ y ‘Número 20’ de forma especial. Por cierto, la improvisación de Chano Domínguez fue deslumbrante durante todo el concierto.

El público disfrutó de una versión de ‘La Tarara’ en la que el músico pidió la colaboración del patio de butacas que se arrancó a entonar el estribillo de la canción. Un momento lleno de magia que se premió con fuerza. Y el concierto terminaba con el tema de Marta Valdés ‘Hacia dónde’.

Técnicamente, el gaditano es un portento. La fusión que hace es preciosa. Sobre el escenario se entrega por completo. Y es capaz de derramar aromas andaluces con cada pieza.

Ya se ha convertido en un clásico que la programación de jazz del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) sea un reclamo para los aficionados de toda España.

El fresco se apodera de Madrid. Las corcheas, las fusas y las redondas lo hacen de todos aquellos que buscan ese rincón tan acogedor que solo puede ofrecer la música.

G. Ramírez





Henri Crolla

Nació en Nápoles el 26 de febrero de 1920. Cuando se encuentra con la tradición manouche, ya en Francia, todo lo que hace se tiñe con ese color tan característico que lucía esa forma de hacer música.

Destacó a partir de la posguerra. Actuó mucho en los clubes de St. Germain acompañado por Juliette Gréco.

Fue un admirador sin condiciones de Django Reinhardt aunque nunca trató de imitarle. Sentía tal respeto por él que no era capaz de intentarlo. Por su parte, Reinhardt consideraba a Crolla como parte de la familia. Tocaron juntos muchas veces en el Jimmy’s Bar de París; un local en el que se podían encontrar a los mejores guitarristas de la época.

Trabajó para Yves Montand y sus mejores años los pasó realizando distintas labores para la industria cinematográfica.

Vivió hasta 1960. Es decir, sobrevivió a Django varios años. Aunque la sombra de este le persiguió siempre y, por ello, no alcanzó tanta fama como era de esperar.

Uno de sus mejores álbumes; en el que participan Maurice Meunier, Gèo Daly, Lalos Bing, Georges Arvanitas, Emmenuel Soudieux y Jacques David, tiene por título 'Begin the Beguine'. Se grabó el año 1955 y en él se aprecia hasta qué punto el sonido la guitarra de Crolla podía ser fascinante. La versión de 'All the Things You Are' es espléndida.

G. Ramírez

Django Reinhardt es el guitarrista de jazz europeo más importante de la historia. Nadie ha logrado alcanzar su nivel de genialidad con ese instrumento. Su vida es una verdadera aventura que merece la pena repasar para ubicar correctamente su música. Tocó, durante buena parte de su carrera, con la mano izquierda muy deteriorada a causa de un incendio en el que resultó herido. Pero nunca se rindió porque decidió ser el mejor desde que era un niño.

Django Reinhardt ha pasado a la historia como el mejor guitarrista de la historia de jazz. Razones hay para ello. Pero, además de ser un músico excelente, toda su historia está envuelta en mitos y leyendas.

Django convertía su entorno en algo parecido a su caravana. Era manouche; para entendernos, era gitano. Viajaba, necesitaba hacerlo para sentirse libre. Llevaba a toda su familia con él. Los hoteles se convertían, durante su estancia, en campamentos improvisados que volvían loco al director de turno. Y esto fue una constante a lo largo de toda su carrera. Dio igual si era famoso o estaba empezando a abrirse camino.

Django era un buen hombre. Tan generoso como déspota con los músicos que le acompañaban. No consentía una nota mal colocada de ninguno de ellos y era capaz de despedir a un músico en un arranque de furia aunque eso representara un desastre al no haber recambio posible. Lo curioso es que él iba a tocar si le apetecía y solo si eso era así. Sus primos músicos tuvieron que suplirle en gran cantidad de ocasiones porque Reinhardt se quedaba en su caravana o jugándose todo lo que tenía en alguna timba. Jugaba, jugaba y jugaba. Ganaba grandes cantidades tocando en algún club y al día siguiente su mujer tenía que pedir algo de dinero para poder comprar lo básico.

Django era desconfiado. Era analfabeto. Era capaz de firmar un documento con dificultad. Y eso le hizo recelar de los empresarios puesto que pensaba que le estaban engañando. Pedía cantidades desorbitadas por la misma razón. ¡Y se las pagaban sin rechistar!

El aspecto de Reinhardt era extraordinario. Vestía mezclando colores, combinando todo tipo de prendas que le convertían en un ser singular. Y se adaptaba a todo tipo de ambiente sin dificultad. Podía alternar con músicos famosos, políticos o gente de baja estofa sin problemas.

Pero sobre todas las cosas, Django era un genio. Nunca cometía errores al interpretar. Ni siquiera tras el terrible accidente en el que sufrió quemaduras en una pierna y en su mano izquierda. Durante años tuvo que tocar la guitarra con una movilidad muy reducidas de sus dedos meñique y anular, con los dedos índice y medio completamente rígidos. Lograba solos que son considerados auténticas obras maestras. Su música era arrasadora, original.

Nació durante el invierno de 1910 en la localidad belga llamada Liberchies aunque es algo circunstancial. Su familia viajaba constantemente en sus carromatos buscando formas de ganar algo de dinero, bien haciendo música, bien leyendo el futuro en las palmas de las manos. Su nombre completo era Jean Baptiste Django Reinhardt.

Diez años después, su familia decide instalarse de forma definitiva en las afueras de París, en La Zone. El lugar estaba reservado a gitanos, inmigrantes recién llegados y sin recursos, obreros en paro y gentes de mal vivir que se mezclaban con ellos. Por supuesto, no existía red eléctrica, ni de agua, ni de nada que tuviera que ver con el progreso. La Belle Epoque se vivía lejos de La Zone. Y allí, Django fue creciendo, liderando una banda de golfillos y tomando contacto con la música y el cine, las dos cosas que más le fascinaron durante su vida junto con el juego.

A pesar de lo que se piensa habitualmente, no comenzó tocando la guitarra. Primero fue el cimbalón. En este instrumento, el acento rítmico recae en el primer y tercer tiempo del compás. No sería nada importante si no fuera porque en el jazz ocurre que ese acento recae en segundo y cuarto. Y es esta una de las razones por la que la música de Django Reinhardt suena tan exquisitamente extraña. El aprendizaje deja posos durante toda la vida.

Después de tocar algún tiempo, también, el violín; llega a su poder un banjo. Descubre una nueva forma de hacer música que le lleva, incluso a dejar las calles. Pronto era capaz de tocar piezas con una destreza fuera de lo común. Tanto es así que con doce años ya estaba tocando como acompañante en las salas de la rue Mouge y Lappe. Se especializó en los conocidos como standars americanos. En ese momento, no sabía que la música pudiera escribirse. Por esta razón, Django memorizaba todo lo que escuchaba demostrando una capacidad memorística absoluta. Llevaba la música en la mente. Daba igual si escuchaba una pieza sencilla o una composición estructuralmente compleja.

Recorrió las calles de París junto a su inseparable hermano Nin-Nin durante mucho tiempo. Unas calles en las que se escuchaba el bal-musette. Los salones más golfos era donde se concentraba ese tipo de música que se vio, poco a poco, sustituida por el acordeón llegado desde Italia a principios de siglo. Django acompañó a los acordeonistas del momento (Guérino, Vaissade o Maurice Alenxander).

Y cuando todo comenzó a ser una especie de cuento de hadas para Django, en el momento en el que recibe una oferta de Jack Hylton (algo así como un Whiteman a la inglesa), la vida del guitarrista da un giro inesperado y trágico.

G. Ramírez

Pierre Jahan. Louvre museum in Paris. Spring cleaning in the Great Hall, 1947.

Lo que rodea las manifestaciones artísticas en algunos foros concretos, me irrita. Más a menudo de lo que quisiera.

Por lo visto, para ser artista hay que ser muy excéntrico, beber grandes cantidades de alcohol, fumar hasta la extenuación, tener la mirada perdida casi siempre, hablar de autores a los que no conoce ni su madre, mostrar cierto desprecio por los que no son artistas, mostrar un desprecio descomunal por aquellos que tratan de llegar a serlo, odiar a muerte a todo aquel que despunta o que tiene la desfachatez de asomar y no tener complejos al mostrar su trabajo. Eso o ser un estirado que fuma en pipa y al que hay que llamar de usted. Además, por lo visto, para ser artista no hace falta serlo. Novelistas que no escriben, pero beben y comparten borrachera con uno que si lo hace (mal, pero lo hace); pintores que fuman mucho aunque no agarran un pincel desde que son pequeñitos y alternan con escultores que escriben en la revista ‘La escultura es la vida y nadie nos lo podrá robar’ o poetas que presumen de ser malditos y sufren de la incomprensión social. Son los inventores de un arte inútil y estúpido. Los inventores de lo que podríamos llamar la escuela ‘sólo nosotros entendemos de arte, tú limítate a mantener el pico cerrado’. Eso o escribir una buena novela o pintar un cuadro excelente y luego (ya da igual) cualquier cosa porque la marca ya está creada y a salvo.

Soy novelista, padre de cuatro hijos, madrugador (me levanto a las seis de la mañana cada día para trabajar), no bebo, no fumo, la mirada no la tengo perdida y procuro desmitificar todo este tinglado. Como muchos otros, vaya. Y me irrita tanta idiotez, tanto corralito cerrado a cal y canto, tanto defender autores imposibles para elevar un poco más un listón (¿?) que impida que una persona ilusionada y con cualidades extraordinarias se pueda atrever a meter las narices donde no le llaman. Me irrita porque es todo una gran mentira. Escribir o pintar no tiene nada que ver con el alcohol, ni con tener un buen montón de facturas sin pagar, ni con haber leído libros que no hay quien se los trague. Saber con qué tiene que ver es otro cantar, pero desde luego con eso no. Otro cantar que muchos si conocen ni se plantean.

Hay una cosa que es segura: la creación está muy pegada al trabajo diario, a la constancia. Y eso es justo de lo que huyen esa banda de artistas que dicen serlo sin saber lo que supone crear; esos que nos quieren hacer creer que las artes son propiedad de unos cuantos individuos atormentados y poseedores de un don especial, secreto. Y no. Esos a los que me refiero son unos caraduras que no han trabajado en su vida; y, además, intentan que los demás trabajen para ellos. Los verdaderos artistas no se dedican a nada que no sea su propia obra. También beben y fuman y tienen un millón de defectos, pero no se dedican a perder el tiempo haciendo creer que las cosas son como quieren ellos que sean. Otra cosa es que se dejen claras las posturas, las opiniones, que se discuta y que se pelee por la cultura, sea cual sea el precio que se tenga que pagar. Eso es otra cosa que no tiene que ver con los corralitos. Tiene que ver con la generosidad.

Soy el primero que se revela contra el intrusismo, contra el abaratamiento de las artes, contra esa especie de aquí vale todo y, contra ‘como, los que no somos artistas, pero queremos parecerlo, somos más y usted se calla’. Soy el primero en rechazar las actitudes estúpidas sean cuales sean. Pero creo estar, al mismo tiempo, en primera fila cuando se trata de ofrecer oportunidades, de crear alternativas. Porque creo en el talento, porque creo en la normalidad con la hay que enfrentar un asunto tan extraordinario como es la cultura. Ni con pipa ni con extravagancias.

Los disfraces de artista, de maldito, de exquisito o de enfermera, no son más que disfraces. Y, que yo sepa, esto no es un baile. Esto es algo mucho más serio al que se le ha perdido el respeto peligrosamente.

G. Ramírez


Bill Evans era un músico introvertido y su música era fiel reflejo de su personalidad. Su adicción a las drogas, primero a la heroína y más tarde a la cocaína, marcó decisivamente su carrera, su forma de hacer música, y acabó con su vida el año 1980. Evans formó parte de una generación de músicos de jazz que vivieron con frenesí sabiendo que la factura sería elevada. Pero logró dejarnos un puñado de grabaciones inolvidables y muy difíciles de superar.

Tras conseguir cotas de calidad musical inmensas poniendo en práctica eso que Evans llamaba ‘ritmo interiorizado’ (insinuación, mensaje implícito y no explícito, deconstrucción de la base rítmica para llevar los instrumentos a un diálogo profundo de sentido) y tras la muerte de LaFaro; Evans desapareció del mapa musical.

Son conocidos los problemas que este músico arrastró con las drogas. Pertenece a una generación de artistas que llevaba aparejado el consumo de todo tipo de sustancias estupefacientes. Desde Parker esto era una constante. Y esto marcó su carrera musical.

Pero, por supuesto, Evans regresó para formar nuevos grupos (casi siempre tríos y pequeños combos) y hacer música con los mejores instrumentistas del momento. Ya se había formado una fama muy importante y no le resultó difícil tocar junto a Lee Konitz, Stan Getz o Zoot Sims, por ejemplo. En cualquier caso, Evans siempre prefirió el trío como grupo para hacer jazz.

Todo estaba cambiando, los movimientos musicales progresaban y se multiplicaban. Aunque Evans seguía siendo fiel a la improvisación tonal y lineal. Y son poquísimos los pianistas que no asimilaron la música de Evans. Todavía hoy, sigue ocurriendo. La expresividad al emplear los tonos y un fraseo rítmico único en la historia del jazz son irresistibles para cualquier aficionado, pero, también, para cualquier pianista.

Escuchar el piano de Evans resulta, siempre, una delicia. Ni una nota impostada o ni un momento de búsqueda de lucimiento gratuito o expresión forzada; nunca se instaló en territorios ya sobados por otros sino que, incluso en las zonas más estereotipadas, convertía todo lo que interpretaba en auténtico.

Durante los años sesenta y setenta, Evans tocó muchísimo. Y los problemas con las drogas hacían estragos. El problema se multiplicó en los setenta. Lo que provoca cierta sorpresa es que su música siempre se encontraba en otra dimensión a pesar de todo, en algún lugar en el que la realidad no podía provocar destrozos. Esa mística en la música de Evans siempre acompañaba.

Durante esas dos décadas, Evans logró grabaciones y actuaciones en directo que resultan únicas e inolvidables. Fueron muchos los tríos con los que se presentó sobre el escenario. Evans hacía música en la que lo pequeño era fundamental. Todo lo que hacía parecía sostenerse sobre detalles cuidados y pulidos hasta límites impensables.

No faltaron algunas entregas de grabaciones que, seguramente influido por Tristano, se realizaron utilizando el overdubbing. El disco más famoso que grabó de este modo es ‘Conversations With Myself’. Sobre pistas ya grabadas, el pianista incluía otras más de modo que se escucha a Evans tocando doblemente y dialogando con el instrumento.

Otro de los hitos de esta época musical de Evans es el matrimonio sobre el escenario y en los estudios de grabación con Jim Hall; un guitarrista que entendió perfectamente qué era lo que buscaba Evans con la música.

Ya en los años setenta, Bill Evans (retirado de las drogas) quiso mostrarse de forma más absoluta, con mayor fuerza. Esto hizo que el liderazgo en los tríos fuera mucho más poderoso, el diálogo más reducido y sí era evidente quién acompañaba y quién era el líder de la banda. El punto más elevado llegó al tocar junto a Marc Johnson (bajo) y Joe LaBarbera (batería). Del mismo modo que la interioridad había sido la marca más acusada en su música durante épocas anteriores, Evans era capaz, en ese momento, de convertir un tema cualquiera en algo más nervioso y atronador.

En 1980, otra vez enganchado a las drogas, una úlcera terminó con su vida. Como otros músicos de jazz tenía que pagar factura por una vida desordenada y frenética.

Quedarán para siempre algunas grabaciones que no serán fácilmente superables. Las que logró en 1961, en el New York’s Village, es casi extraterrestre. Se realizaron junto a Motian y LaFaro. Anoten estos títulos: ‘My Man’s Gone Now’, ‘My Foolish Heart’ o ‘Gloria’s Step’. Si escuchan, por ejemplo, ‘My Foolish Heart’, comprobarán que todo parece moverse a cámara lenta y que, sin embargo, la pieza tiende a la continuidad, a no perderse nunca en lo inmóvil. Nunca se había grabado algo tan lentamente para crear un ritmo tan poderoso. Una auténtica maravilla.

G. Ramírez
Nathaniel Remez. / Fotografía: Erik Tomasson

Los amantes del ballet están de enhorabuena. El Teatro Real de Madrid ofrecerá ocho funciones de ‘El lago de los cisnes’, entre el 15 y el 22 de octubre, interpretadas por el San Francisco Ballet, una compañía que se presenta en Madrid y llega con Helgi Tomasson al frente de esta versión coreográfica. La directora artística de la compañía es, desde junio de 2022, Tamara Rojo que, también, debuta en el Teatro Real.

Tomasson estructura su coreografía en el territorio de lo nuevo buscando que la obra llegue e todo tipo de público y sea entendida por todos. Pero Tomasson se ciñe al original para que su coreografía sea fiel a la esencia de la obra.

Minimalismo en escena, un vestuario exquisito de Jonathan Fenson, la iluminación en busca del detalle y la finura de Jennifer Tripton, todo envuelto en las proyecciones de Sven Ortel, hacen de esta producción el claro ejemplo de lo que puede ser una obra clásica vista desde el presente. La emoción es la misma de siempre aunque llega desde imágenes diversas.

Martin West (director musical del San Francisco Ballet) estará al frente de la Orquesta Titular del Teatro Real con excepción de los días 17 (17.30 h) y 21 de octubre, en los que la parte musical estará a cargo del maestro Ming Luke.

Las bailarinas Sasha de Sola, Wona Park, Nikisha Fogo y Jasmine Jimison, se alternarán en la interpretación del rol principal Odette/Odile. Junto a ellas, Aaron Robison, Wei Wang, Max Cauthorn y Harrison James, darán vida al príncipe Siegfried, y Nathaniel Remez, Jakub Groot y Rubén Cítores encarnarán al malvado Von Rothbart.

La producción contará con la participación de jóvenes alumnos del Conservatorio Profesional de Danza Carmen Amaya, seleccionados en Madrid por la compañía norteamericana.

N. S.

Desde que Bill Evans apareció para dejar claro que sería el mejor pianista de jazz de todos los tiempos, ese instrumento rezuma su música, su forma de entender una partitura. No recuerdo un solo pianista, desde 'Kind of Blue', que no haya destilado ese singular modo de tocar de Evans y se haya visto influido decisivamente por su música.

Michel Naura, pianista alemán, dijo de él que era 'un músico que parece registrar su ambiente de una manera casi espiritualista. Solo alguien capaz de una devoción total puede tocar el piano así'.

La suavidad del piano de Evans no tiene posible comparación. Se acerca a la que era capaz de conseguir el mismísimo Rubinstein. Lograba sacar partido a la sensibilidad enorme y luminosa de un piano acústico y hacerlo, del mismo modo, tocando el instrumento eléctrico.

Fue uno de los pocos músicos blancos que llegó a encajar en el reducido espacio que existía en el 'hard bop'. ¡Y eso que era un pianista modal!

Todo esto no le sale gratis a nadie. Solo el mejor es capaz de conseguir lo que Evans. Y, todavía, nadie ha logrado llegar a su nivel.

Nació en Plainfield (Nueva Yersey, Estados Unidos) en 1929. Su formación musical fue extensa. Era amante de la música clásica de Debussy, Rachmaninov o Bartok; era un gran amante del jazz de Powell o Tristano.

Poco a poco fue creando su propio estilo en el que la influencia de los impresionistas franceses resultaría decisiva. Estos utilizaban los acordes de novena, undécima y decimotercera, de forma reiterada. Los solos de Evans, al comienzo de su carrera, podían recordar a cualquiera de los compositores clásicos tocando jazz. Intentaba sumar colores o tensiones a su música al emplear novenas alteradas y décimas aumentadas. Por supuesto, de este modo, lograba distensiones al mismo tiempo. Es algo que habían hecho otros músicos de jazz recurriendo a la 'blue note'. Por otra parte, mientras los músicos del bop buscaban el ataque staccato, él se encontraba cómodo con un legato suavizado.

Para Evans, los solos no consistían en juntar frases en busca del ritmo base. Iba al encuentro de la total libertad y construía desde ese territorio ya que no estaba tan supeditado a ese ritmo que imperaba en la música de los demás.

En estas páginas ya se ha hablado del sexteto que Miles Davis formó y que logró el más memorable disco de jazz de la historia. 'Kind of Blue', por supuesto. Y allí estaba Evans aportando esa música modal que cambiaría para siempre la forma de interpretar jazz. Las escalas se convirtieron en lanzaderas para los solos; las sucesiones de escalas quedaban obsoletas de la noche a la mañana. Encorvado sobre su instrumento, con sus gafas de pasta, sin apenas hablar, incorporando una diatónica escala dórica en re y otra dórica en mi bemol, permitía al resto de músicos que recurriesen a esas escalas para improvisar. Hablo del tema 'So What', uno de los mejores temas jamás escuchados y, sin duda, el más conocido por todo el público. La armonía impresionista de Evans llenaba de emoción el nuevo jazz.

Al abandonar el sexteto de Miles Davis, Evans comenzó a trabajar con Scott Lafaro y Paul Motian. Este trío alcanzó cotas de diálogo y sensibilidad musical desconocidas hasta ese momento y de enorme influencia posterior en la totalidad de formaciones musicales.

Es imposible continuar sin referirme al contrabajista Scott LaFaro de forma especial. Murió con veinticinco años a causa de un accidente automovilístico. LaFaro es otro de los músicos que revolucionó el uso instrumental. En su caso, naturalmente, el del contrabajo. Y, de paso, fue culpable de un cambio drástico del jazz. LaFaro manejaba la tradición armónica con verdadera elegancia. Tocando con Evans logró que el bajo se convirtiera en una enorme guitarra afinada en registros bajos y, además, que el instrumento no perdiese sus funciones de siempre. De este modo, las posibilidades remotas y los imposibles, se hicieron realidad con ese instrumento. Si, desde entonces, alguien ha pensado que el contrabajo es algo parecido a la cuarta voz melódica del cuarteto, debe saber que el responsable es Scott LaFaro. Fue el músico que despidió al walking bass como única forma interpretativa.

Sería injusto no reconocer que la labor del baterista Paul Motian aportaba colores preciosos sin perder poderío rítmico. Las escobillas y el uso de los platos matizaban cada momento con precisión.

El trío formado por Evans, Motian y LaFaro, hacía música como narra un buen escritor; cada uno de ellos expresaba desde lo implícito, escapaban de lo informativo recurriendo a la expresividad apoyada en el diálogo instrumental. En este trío nunca se podía saber quién era el solista y quién era el acompañante.

Grabaron temas inolvidables hasta que LaFaro falleció: 'Waltz for Debby', 'All of You', 'My Folish Heart', 'Come Rain or Come Shine', 'Autumn Leaves' o 'Blue in Green', por ejemplo. 'Portrait in Jazz' es uno de los Lp’s que contiene mejores temas de esta formación. Se grabó en diciembre de 1959 y es uno de los preferidos del que escribe. Como anécdota, les contaré que descubrí el jazz gracias a este disco y que nunca pude separarme de esta música a partir de escuchar a Evans, Motian y LaFaro.

Cuando el contrabajista murió, Bill Evans se retiró deprimido durante una larga temporada. Volvería para formar un nuevo trío. Pero esto lo seguiremos repasando en la próxima entrega de esta Historia del Jazz.

G. Ramírez

Sabina Puértolas e Ismael Jordi. / Fotografía: Javier del Real

Madrid es una ciudad tan hostil con los madrileños como amable con los visitantes. Lo cotidiano poco tiene que ver con lo extraordinario del que llega para disfrutar de la ciudad durante un par de días o tres. Madrid es un enorme atasco, una ciudad en la que la lluvia se convierte en una desgracia mientras en buena parte del mundo es una bendición, Madrid es una trituradora de tranquilidades colectivas. Pero, afortunadamente, Madrid está lleno de rincones acogedores, de lugares salvadores que reconcilian con uno mismo y con la sociedad. Uno de ellos es el Teatro de la Zarzuela de Madrid (todos los teatros lo son).

Ayer arrancaba la temporada y se respiraba de forma especial. Ilusión, alegría y expectación en cada bocanada de aire. La ópera ‘Marina’ ha sido la elegida para que este comienzo tenga un lustre definitivo y la producción que se ha presentado está a la altura de lo que cualquier aficionado espera. El Teatro lleno, caras muy conocidas en el patio de butacas, y una actitud casi reverencial del público ante el esfuerzo de músicos y cantantes.

‘Marina’ es una obra de Emilio Arrieta que fue creada como zarzuela y que evolucionó hasta convertirse en ópera. La influencia ‘bel cantista’ es evidente en la partitura y en el libreto original. Se dice que no tuvo una gran acogida en su estreno (siendo zarzuela) en el Teatro del Circo de Madrid (1855) aunque esto es bastante discutible si echamos un vistazo a la prensa de la época. Sea como sea, tras representarse en toda España y convertirse en ópera, se estrenó con excelente acogida en el Teatro Real de Madrid (1871). Esta evolución convirtió la zarzuela de Arrieta en una obra estructurada en tres actos (la zarzuela contaba con dos), con menos diálogos (algo que dificultaba la comprensión del libreto al no conocer el perfil del personaje con tanto detalle), añadidos musicales a los recitados originales, y creación de números o modificación de los que ya estaban (también se incluyó una sardana, un número bailable, que cerraba el círculo de una influencia francesa muy considerable). Esa influencia francesa quedó intacta con un coro esencial, con conflictos amorosos en el desarrollo de la trama, enredo y final feliz; con una presencia del ‘bel canto’ que Arrieta no ocultaba con un gran número de notas sostenidas, florituras y saltos en las líneas melódicas que obligaban, por ejemplo a las soprano, a llegar al escenario con una técnica depurada y un dominio del timbre importante.

En esta ‘Marina’, la dirección musical a cargo de José Miguel Pérez-Sierra es chispeante, evocadora o intimista dependiendo del momento. Acertada siempre y cuidadosa con los cantantes. Los problemas que presentó la soprano Sabina Puértolas (Marina) al comenzar la representación parecieron mucho menores gracias a ese cuidado del maestro al manejar la batuta. Y es que la señora Puértolas tuvo algún pequeño problema de afinación al comenzar su actuación (insisto, pequeño), cierto descontrol en el tránsito hasta los tonos más altos y un evidente problema de dicción. A medida que fue pasando el tiempo, la cantante estuvo más que correcta e, incluso, brillante en momentos puntuales. Lo de la dicción no se corrigió en ningún momento. La partitura es muy exigente y cualquier pequeño problema parece multiplicarse. Ismael Jordi estuvo muy bien desplegando su arco dramático y cantando. Este es un cantante que ha sabido asentar su voz a base de trabajo y una técnica trabajada con mimo. Por su parte, Juan Jesús Rodríguez encanto en la platea. Voz rotunda, grande y controlada en todo el registro. Rubén Amoretti sin altibajos y más que correcto.

Juan Jesús Rodríguez e Ismael Jordi. / Fotografía: Javier del Real

La puesta en escena es eficaz y, sobre todo, muy económica en su propuesta. No se puede ofrecer más con tan poca cosa. El escenario se aprovecha al máximo; el tránsito de cantantes, bailarines y figurantes se ordena y no se convierte en una molestia; y todas las aristas del libreto se superan con solvencia. El problema que mencionaba anteriormente sobre la peor comprensión por faltar algunos diálogos e intervenciones que se eliminaron en la conversión en ópera de la obra, se salvan mejor con una dirección inteligente y cuidadosa con los detalles que regala al público Bárbara Lluch.

He de resaltar un vestuario estupendo de Clara Peluffo Valentini por su sencillez, por su exactitud casi quirúrgica al dar forma a un universo como el que Arrieta quiso representar.

Al terminar, esperaba la ciudad algo más tranquila puesto que ya estaba a punto de echarse a dormir. Y el paseo fue mucho más agradable que el anterior. Sobre todo porque después de asistir a un espectáculo tan bien resuelto como esta ‘Marina’ todo se ve desde un prisma mucho más simpático.

G. Ramírez

Sabina Puértolas junto a un miembro del Coro. / Fotografía: Javier del Real

Hoy, arranca la temporada en el Teatro de la Zarzuela con una nueva y atractiva producción de ’Marina’,  la ópera en tres actos firmada por Emilio Arrieta y estrenada el año 1871 en el Teatro Real de Madrid. Unos años antes ‘Marina’ se había estrenado en formato de zarzuela. Por otra parte, el libreto lo escribieron Francisco Camprodón y Miguel Ramos Carrión.

En esta nueva producción, Bárbara Lluch dirige la escena (en este mismo teatro ya disfrutamos de ‘La casa de Bernarda Alba’ (2018) y ‘El rey que rabió’ (2021) y José Miguel Pérez-Sierra, Maestro titular del Teatro de la Zarzuela, es el director musical. Se podrá disfrutar de las voces de Sabina Puértolas, Marina Monzó, Ismael Jordi, Celso Albelo, Juan Jesús Rodríguez, Pietro Spagnoli, Rubén Amoretti y Javier Castañeda, entre otros.

Esta es una ópera que siempre agradecen los aficionados cuando se incluye en la programación.

Bárbara Lluch dirige el punto de mira de su ‘Marina’ a un lugar muy concreto. Según avanza la obra, vemos como los personajes ‘se mueven entre el miedo al rechazo, al abandono, la inseguridad, los celos, los complejos o la incertidumbre’; esas emociones que ‘complican nuestras relaciones amorosas continuamente y que tanto daño nos hacen’. Para Lluch, la obra contiene también ‘las músicas más bellas del mundo’. Emociones y melodías se dan por tanto la mano en esta sobrecogedora historia de amores y mar.

Por su parte, José Miguel Pérez-Sierra, quien conoce bien la obra de Arrieta, considera que ‘Marina’ es la ópera ‘idónea para una inauguración brillante de la temporada porque requiere de grandes voces como las que tenemos en los dos repartos’. Y es que ‘la frescura juvenil de la historia se combina con el excelente trabajo vocal y orquestal de Arrieta para ofrecernos una de las obras más bellas del repertorio español’.

Esta tarde la cita en el Teatro de la Zarzuela se dibuja como una opción inmejorable.

Nirek Sabal

'Guernica' de Pablo Picasso


La cultura no suele resultar atractiva a la primera. Al contrario, muchos son los que escuchan la palabra y ya se sienten aburridos, excluidos, alejados o espantados. No se presenta como algo divertido y ameno, no se presenta como algo universal que está al alcance de cualquiera y que nos hace mucho mejores personas. Y tenemos un problema cuando se cambia un poema por un programa nefasto de la televisión. Un enorme problema de difícil solución.

¿Es cierto que al español medio le gusta ver partidos de fútbol y no quiere saber nada del arte? No. Rotundo. ¿Es cierto que al español medio le interesan los programas de televisión en los que se gritan unos a otros echándose en cara idioteces y no quiere saber nada del arte? No. Rotundo.

Al español medio le interesa lo que resulta atractivo, lo que le hace un poco más feliz, lo que le provoca sensaciones inigualables y, muchas veces, desconocidas. No deberíamos descartar que uno de los motivos por el que millones de personas contemplan discusiones entre dos o más majaderos es el querer saber hasta qué punto una persona es capaz de caer en la bajeza, en la mediocridad. Al ser humano siempre le gustó buscar escenarios e imaginar qué sería de él en situación similar.

El gran problema que se plantea desde hace demasiado tiempo es cómo despertar el interés por la cultura; saber por qué alguien no deja de ver programas de televisión infames cuando, ni siquiera le gustan. Podríamos estar animando a leer a un joven hasta hacernos viejos sin lograr resultado alguno. Eso de intentar dirigir los gustos ajenos no funciona ni a la de tres. Lo que deberíamos es lograr una mínima reflexión para que el cambio se produjera desde dentro y no llegase como una imposición externa. Podríamos romper el corazón a la humanidad entera (ya saben que es muy normal agarrarse a los poemas o las canciones de amor en épocas de ruptura), pero no creo que sea buena idea.

Francamente, no tengo un plan. Ni a, ni b, ni c. Ni yo ni nadie desde hace más de cien años. Aunque, a decir verdad, a mí me gusta fracasar muy a la española (con gran elegancia y como si conmigo no fuera la cosa) por lo que voy a intentarlo otra vez.

De momento, se me ocurre que utilizar un lenguaje cercano, ya que un discurso que solo entiende el que lo construye y sus allegados, no puede ser. Está claro (visto el resultado) que los profesionales y expertos en arte nos ponemos estupendos y aburrimos a las ovejas. No somos capaces de despertar el más mínimo interés en los otros.

Además, habrá que intentar provocar la reflexión. Pero no sobre el universo, las estrellas, el infinito o la eternidad. No, sobre uno mismo. Y para eso lo mejor es plantear preguntas que nos lleven a otras, lo mejor es abrir ventanas por las que poder mirar sin que resulte incómodo o peligroso.

Con estas dos premisas me apaño.

Veamos, ¿qué sería usted capaz de conseguir si utilizase esas tres horas de televisión en otra cosa? ¿Ha tenido usted algún interés que abandonase y aún le escuece ese pequeño fracaso? ¿Se puede aprender inglés dedicando tres horas diarias a su estudio; se puede aprender lo suficiente sobre esos cuadros tan imponentes que vio aquel día en el museo; tan caro resulta ir al cine como para no hacerlo? ¿Hacer cosas interesantes es compatible con mi vida normal? Perder el tiempo en algo que más tarde hace que me pregunte sobre lo que malgasto mi vida ¿debo consentírmelo? ¿Por qué no me pongo guapo o guapa (nunca sabes lo que te puedes encontrar) y me voy a ver la exposición fotográfica que he visto anunciada? ¿Puedo comentar un partido de fútbol mientras espero en la cola de la ópera? ¿Y si paseo por las salas del museo en vez de hacerlo por un centro comercial? La cultura no solo es importante, queridos; es muy, muy, divertida. Requiere algo de entrenamiento aunque merece la pena.

¿Es verdad que perder el tiempo me aleja de los problemas? Ya les digo yo que la mejor forma de olvidar la realidad es crear otra. Y eso es lo que llamamos arte. Y la satisfacción personal cuando eliges hacer una cosa u otra es muy distinta.

Ahora bien, ¿se presenta la cultura como algo interesante? Ya les digo yo que no. Incluso, alguna vez, se hace con tal refinamiento y snobismo que, lejos de resultar atractivo, la invitación hace salir corriendo al que escucha. Este mundo que hemos fabricado es, respecto a la cultura, algo parecido a una mala clase de un mal profesor. Y eso, de toda la vida, se convierte en un suspenso. La distancia entre arte y persona se hace insalvable. Seguramente porque pocos son los que tratan de comprender a los profesionales. Digamos que la culpa es compartida. Dejemos la cosa en empate. Pero tengamos en cuenta que todos debemos esforzarnos por desmitificar las artes, por entender que, tal vez, tengamos cerca (podríamos ser nosotros mismos) una persona dormitando a la que está a punto de caerle una manzana al lado. Lo que le pasó a Newton, vaya. Igual a un artista le cae un albaricoque, pero es igual. El caso es que el arte como manifestación de los sentimientos se hace universal por ser y estar al alcance de todos.

Vamos a imaginar que alguien de nuestra confianza nos invita a descubrir algo grande, inesperado, improbable, desconocido y, si me apuran, peligroso: a nosotros mismos. Nos fiamos de él y nos planta frente a unas fotografías expuestas en no sé qué sitio; ante un lienzo de Picasso o nos coloca un ejemplar de una novela sobre la mano. Y en lugar de salir pitando, dando por hecho que el asunto va a ser insufrible; dando por hecho que la cultura es cosa de unos pocos, decidimos que nos importamos, que somos lo más radicalmente necesario de este mundo porque lo estamos viviendo. Si no salimos corriendo, la invitación será un éxito puesto que nos formaremos, nos preguntaremos, nos restauraremos, nos querremos. Creceremos como personas.

Buscaríamos la forma de acercarnos al arte sabiendo que eso supone una aproximación a nuestra condición y, por tanto, al sentido último de nuestra existencia.

No es tan complicado. No es necesario parecer muy moderno ni muy culto. Ni serlo. No hay que ponerse estupendo para hablar de cultura. Hay que cambiar los hábitos, dejar los prejuicios a un lado, los estereotipos a otro.

Lo que van a leer a continuación es el comienzo de la novela de Tolstoi. Ana Karenina. Si leen la primera frase ya tendrán un mundo entero por descubrir. Si siguen ya tendrán una historia apasionante; una historia que en ningún programa de televisión cutre podrán encontrar jamás. Y no hay que tener dos carreras para arrimarse a esta novela, ni hay que tener un cociente intelectual por encima de la media. Hay que querer saber sobre uno mismo y sobre lo que le rodea. Estar interesado en este lío que llamamos vivir. Es así de simple.

‘Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada’.

G. Ramírez

Muchas veces me preguntan por qué amo la música, por qué me empeño en crear una banda sonora de mi propia vida acudiendo a conciertos de jazz o a la ópera, a cualquier lugar en el que la música sea la protagonista. Y no suelo contestar porque estas cosas no se pueden explicar sin dejar parte del sentido escondido detrás de alguna expresión imperfecta, de una palabra inexacta o de un gesto difícil de comprender.

Lo voy a intentar aunque no tengo la más mínima esperanza de éxito.

El mundo es extraño, incomprensible y, muchas veces, tosco, inaguantablemente feo. Sin embargo, siendo un jovencito, cuando aparecieron los primeros reproductores de música, paseaba por alguna calle de Madrid escuchando a Bill Evans en uno de ellos. Al detenerme en un paso de cebra con el fin de no morir arrollado por un coche, vi a un hombre mal vestido, sucio, con una botella de vino en la mano, a medio beber. Gritaba algo que yo no escuchaba.

Escuchaba a Evans y aquel tipo se convirtió en una obra de arte. La música lo envolvió, hizo que su aspecto representara una parte del mundo a la que no podría dar la espalda porque era tan bella como otra cualquiera. Al fin y al cabo era la realidad que me tocaba vivir y, si no le encontraba la zona amable, era insoportable.

A partir de aquel momento comprendí que la música no se escucha y solo eso, que la música ordena el universo, el tiempo y, además, le aporta sentido, un significado. Pero sobre todo entendí que aprender y aprehender la realidad es posible.

Espero que el ejemplo sea suficiente. Porque no sé decir lo mismo de otra forma que no sea esta.

Nirek Sabal

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BIENVENIDOS

¡Ya estamos aquí! Y sólo necesitamos de dos minutos y cuarenta segundos de tu tiempo; lo suficiente para llamar tu atención y conseguir que te quedes por aquí un rato más. Jazz, ópera, danza, teatro y televisión serán los temas sobre los que todos diremos aquello que nos parezca pertinente. Lo impertinente nos lo podemos ahorrar. ¡Qué ganas tenía de tenerte tan cerca!

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