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Dos minutos, cuarenta segundos y una trompeta

Fotografía de Javier del Real

La maquinaria de una ciudad como Madrid nunca se detiene, una ciudad como la capital de España está llena de vida, de movimiento, de pulsos diversos que van aderezando cada instante. Pero, aunque esto sea cierto, algunos de esos pulsos se imponen al ritmo normal, sobresalen sin remedio. El verano remolonea para despedirse del todo, los primeros vientos frescos soplan nerviosos y la música suena con toda la fuerza imaginable. Todo se sigue moviendo.

Ha arrancado la temporada de ópera en el Teatro Real de Madrid y eso no es cosa menor. Los aficionados habituales y todos aquellos que se han unido a la Semana de la Ópera (el Teatro Real ha celebrado la novena edición del 23 al 29 de septiembre) vuelven a disfrutar de uno de los espectáculos más formidables que el ser humano ha sabido crear. Y el pulso que imprime algo así se deja notar porque la cultura en Madrid en, en sí misma, uno de los engranajes esenciales de la ciudad. Si añadimos que ‘Adriana Lecouvreur’ del compositor Francesco Cilea (Palmi, 1866 - Varazze, 1950) ha sido la elegida para este arranque tenemos aseguradas grandes emociones.

Es la primera vez que la ópera de Cilea se representa sobre las tablas del Teatro Real de Madrid. Y la producción firmada por David McVicar (la reposición es cosa de Justin Way) resulta un trabajo atractivo, elegante, repleto de amor por el teatro más clásico, funcional y una herramienta más que útil para que el espectador pueda seguir el hilo que se plantea desde un libreto algo confuso e irregular. Los elementos que aparecen en la caja escénica van cambiando para convertirse en un escenario sobre el que se representa ‘Bajazet’ de Racine , en el pabellón Grange-Batelière, un palacio, o la casa de la protagonista. Y el conjunto marca una fina línea constante que separa la realidad y la ficción (dentro del propio escenario y respecto a la platea), una finísima línea que convierte la vida en una enorme representación en que todos somos personajes de una gran obra y que dibuja el teatro como la explicación de esa realidad tan enorme, tan eterna. Realidad y ficción se complementan y están condenadas a nutrirse de forma recíproca.

El vestuario, la iluminación o la peluquería, son especialmente llamativos por acertados y se convierten en el aderezo perfecto.

Brian Jagde (Maurizio) y Ermonela Jaho (Adriana). / Fotografía de Javier del Real

Por otra parte, la música de Francesco Cilea es preciosa. Wagner resuena entre las notas acomodadas en la partitura al son de los últimos coletazos de músicas superadas aunque sin renegar de ellas (todo lo contrario); el verismo envuelve toda la partitura sirviendo de pilar fundamental. Y la dirección musical de Nicola Luisotti logra arrancar a los músicos de la Orquesta Titular del Teatro Real momentos preciosos. Si bien es cierto todo esto, conviene señalar que Luisotti parece estar pendiente en exceso de acompañar a la soprano y esto resta algo de brillo en algunos momentos.

Ermonela Jaho que es la que interpreta el papel de Adriana, siendo una cantante excepcional por la que el que escribe siente gran admiración, carece de una voz que le permita transitar las zonas más graves sin mostrar ciertas carencias. Al contrario, los medios y los agudos emocionan y quedan resonando durante muchos minutos en las consciencias de los aficionados.

La mezzosoprano Elīna Garanča, al contrario, se planta en el escenario con fuerza, sin dudar una sola nota e imprimiendo un carácter más que necesario para que su personaje crezca y podamos percibir todos los matices que lleva dentro la princesa de Bouillon. Gustó mucho.

Elīna Garanča (princesa de Bouillon). / Fotografía de Javier del Real

El tenor Brian Jagde (Maurizio) estuvo muy bien aunque tiene un problema de dicción considerable. Sin tener una voz portentosa, defiende muy bien su papel con un italiano algo pobre. Y el barítono Nicola Alaimo (Michonnet) está correcto. Su personaje es complejo y Alaimo no termina de acertar en la búsqueda de los pliegues que deben explorarse a través de la voz.

El tenor Mikeldi Atxalandabaso (Abate di Chazeuil) está muy, muy, bien. Divertido, exacto con la técnica vocal, enorme en el desarrollo del arco dramático de su personaje, y entregado por completo para que su papel sea redondo.

En conjunto, esta producción que presenta el Teatro Real resulta un inicio de temporada prometedor. Una muy buena noticia.

G. Ramírez

Adriana Lecouvreur

Música de Francesco Cilea. Libreto de Arturo Colautti. Ermonela Jaho, soprano (Adriana Lecouvreur); Brian Jagde, tenor (Maurizio), Nicola Alaimo, barítono (Michonnet), Elīna Garanča, mezzosoprano (La princesa de Bouillon), Maurizio Muraro, barítono (Príncipe de Bouillon), Mikeldi Atxalandabaso, tenor (Abate di Chazeuil), David Lagares, barítono (Quinault), Vicenç Esteve, tenor (Poisson), Sylvia Schwartz, soprano (Mademoiselle Jouvenot), Monica Bacelli, mezzosoprano (Mademoiselle Dangeville). Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Nicola Luisotti. Dirección de escena: David McVicar. Reposición: Justin Way. Teatro Real, 29 de septiembre. Hasta el 11 de octubre.

El deporte puede aparecer de distintas formas en las obras de arte. A veces, de un modo muy evidente o como tema principal. Muchas otras, como un vehículo más con el que poder mostrar aspectos de la trama desde una perspectiva que refuerza la intención de los autores. En cualquier caso, la potencia que genera la unión de cultura y deporte es apabullante.

La profunda relación entre cultura y deporte –algo que a muchos les parece imposible- siempre estuvo presente en las obras firmadas por algunos de los grandes autores del siglo XX. A veces, este vínculo formó parte de la trama de las novelas o películas, bien con el fin de perfilar personajes, bien intentando dibujar escenarios; e incluso fue la excusa del artista con la que crear una gran obra. Por ejemplo, John Ronald Reuel Tolkien, tras lesionarse practicando tenis y durante un largo periodo de recuperación, decidió escribir ‘El señor de los anillos’. Nada más y nada menos. Un incidente de lo más afortunado para la humanidad.

Practicar o ser aficionado a un deporte no está reñido con la cultura. Ni mucho menos. Otro autor que mostraba gran interés por el deporte, por el boxeo en concreto, fue Julio Cortázar. Alguna vez dijo que acudía a los combates con un libro debajo del brazo y que miraba aquello como si de una gran manifestación estética se tratase. Cortázar se vio influenciado, desde niño, por las grandes peleas de la época que eran consideradas casi batallas entre países. Algunos de sus relatos tuvieron como protagonista a un boxeador. Uno de ellos es ‘Torito’, relato dedicado a Justo Suárez e incluido en su libro ‘Final del juego’ (1956), relato que merece la pena leer por su intensidad narrativa: «De pibe yo peleaba de zurda, no sabes lo que me gustaba fajar de zurda. Mi vieja se descompuso la primera vez que me vio pelearme con uno que tenía como treinta años. Se creía que me iba a matar, pobre vieja. Cuando el tipo se vino al suelo no lo podía creer. Te voy a decir que yo tampoco, créeme que las primeras veces me parecía cosa de suerte».

Fotograma de 'El hombre que pudo reinar' con Sean Connery y Michael Caine 

El deporte puede aparecer para delimitar aspectos dramáticos ¿Recuerdan la extraordinaria película de John Huston ‘El hombre que pudo reinar’? Asistimos a un momento inolvidable en el que los habitantes de unos de los pueblos al que llegan los protagonistas juegan al polo (en realidad, algo parecido a lo que se practica en occidente), pero lo hacen golpeando, en lugar de una bola de madera, la cabeza de un prisionero ejecutado. Eso sí, envuelta en una bolsa de tela. Supongo que con el fin de alargar un poco el partido o para no poner todo perdido. Huston, incluyendo algo tan brutal como esto, lo que hace es dibujar el escenario en el que se encuentran sus personajes (excelentes Sean Connery y Michael Caine); un lugar extraño, hostil, y en el que todo es posible. Esta película, que nada tiene que ver con el deporte, se construye con perfección gracias a él; a la definición de un pueblo atendiendo a sus prácticas deportivas. ¿No es el deporte una maravillosa exposición de lo que somos y de nuestro carácter? Por cierto, la película de Huston es un canto a los perdedores; eso sí, a los que pierden compitiendo y han descubierto que es eso lo que merece la pena.

F. Scott Fitzgerald

El polo sirve (esta vez jugado con una bola de madera) al escritor F. Scott Fitzgerald como herramienta útil con la que perfilar a uno de sus personajes y, así, ubicarle en un estrato social muy concreto. El marido de Daisy, Tom Buchanan, es jugador de polo y eso, en occidente, significa dinero, una clase social alta y cierta exclusividad; el polo se percibe como un deporte elitista. Al menos es lo que se maneja en el ideario común (se practica en clubes privados y es necesario tener un caballo para practicarlo). El autor necesita colocar a la familia Buchanan en un lugar determinado sin que el lector pueda tener duda alguna. Hay diferentes clases de ricos (en ‘El gran Gatsby’ tenemos a este rico de verdad, de los que tuvieron una fortuna antes de nacer, y al nuevo rico que representa el propio Gatsby). Otro detalle interesante de esta novela es que el personaje se llena de virilidad con su actividad deportiva, cosa que casa perfectamente con su carácter a lo largo de la trama. Fitzgerald era un genio y aquí lo demuestra, ya que incluso nos presenta un personaje femenino que practica tenis y que no deja clara su condición sexual en ningún caso, pues en el momento histórico en el que se desarrolla el relato, no se aceptaba con normalidad la actividad deportiva entre las mujeres salvo en contadas ocasiones y, siempre, recaía sobre ellas la sospecha de falta de feminidad y exceso de testosterona. Podríamos decir que el autor juega con el lenguaje para rebajar o aumentar una condición que no aborda directamente, pero que coloca al lector en un lugar en el que la lectura se convierte en algo inquietante.

Fotograma de 'Evasión o victoria' de John Huston

Otra película que aborda su tema central a través del deporte es la famosísima ‘Evasión o victoria’; trabajo dirigido, también, por John Huston, que utiliza el fútbol como vehículo para hablar de lo necesaria que es la unidad y los valores más sanos y arraigados, si se quiere alcanzar un objetivo. Elige el fútbol como deporte en el que los participantes deben asociarse para ganar. Huston enfrenta dos formas de entender el mundo: libertad frente a la brutalidad, la igualdad de los hombres frente al racismo y el crimen. Los espectadores, por ello, desean que ese partido lo ganen los prisioneros de guerra americanos, franceses, ingleses..., que están recluidos en un campo de prisioneros alemán. Esa victoria significa la supervivencia de una ideología implantada en gran parte del mundo. Esta vez, el canto es dedicado a los que teniendo todo perdido encuentran una oportunidad en la competición para poder salir adelante.

¿Hay algo que aglutine más y mejor a un grupo de personas que un deporte? Seguramente no, pero sí existen cosas que tengan el mismo poder. Por ejemplo, la cultura. Aunque a algunos les parezca mentira.

G. Ramírez

Viene bien recordar un momento de mi actividad docente que me marcó de forma definitiva. Aunque esto ocurrió hace ya muchos años, lo tengo presente siempre que hablo de literatura, ópera, pintura o escultura. Fue una de esas cosas inesperadas que te enseñan más que cualquier manual. Fue uno de esos momentos emocionantes que te hacen modificar el punto de vista. En cualquier caso, es algo que he llevado conmigo durante todos estos años.

El muchacho se llamaba Javier. Era jugador de rugby. Compartimos aula durante un año en la Escuela de Letras de Madrid. Desde el primer día, presumió de estar allí para perder el tiempo y el dinero, de estar allí obligado puesto que era un lugar ajeno que no le correspondía. Todo lo que leíamos, todo lo que escribían sus compañeros o él mismo, le producía una risita incontrolable. Porque todo lo que se hacía allí le parecía ridículo, hortera y prescindible; cosas de gente extravagante que no tenía otra cosa en la que gastar su tiempo.

Sin embargo, en un par de textos que escribió y que, lógicamente, tuve que valorar, me pareció encontrar algo inusual, algo que permanecía escondido tras la camiseta a rayas verdes y blancas y un balón con forma de melón. El jugador de rugby procuraba escribir como si estuviera disputando una melé. Era brusco, utilizaba términos ásperos, casi violentos. Pero ocultaba una sensibilidad y una intuición con el lenguaje que, afortunadamente, asomaba en lo que escribía sin que él lo pudiese controlar (igual que su amor por el rugby al disputar esas melés). Ya les adelanto que ser leído con atención es, a menudo, muy peligroso si el lector sabe interpretar un texto.

Pues bien, aunque me dedicaba a la narrativa, una tarde sorprendí a mis alumnos con una clase de poesía. Dejé sobre la mesa siete u ocho libros de poemas y les hablé de las diferencias que había entre un relato y un poema, de los códigos tan distintos que se utilizaban en cada caso y de esas cosas que se manejan en un aula de literatura. Tenía por costumbre leer yo mismo los textos que usaba como ejemplo en cada clase, pero, ese día, pedí que alguien lo hiciera por mí. Naturalmente, nadie levantó la mano dado que las exigencias solían ser extraordinarias y, supongo, que nadie quiso arriesgar sin ton ni son. Pedí a Javier que fuera él quien lo hiciera. Con su media sonrisa burlona bien visible para todos, con cierta prepotencia en el gesto, se levantó y se acercó hasta mi mesa. Le entregué uno de los libros, señalé el poema que debía leer, me retiré unos pasos y le pedí que comenzase. No había terminado el primer verso y le interrumpí para pedirle que dejase de leer como si aquello fuesen las instrucciones de una batidora. Haz un esfuerzo y cuéntanos lo que dice el poeta. Intenta gustar, querido. Comenzó de nuevo. El poema era de César Vallejo. Decía así:

Se acabó el extraño, con quien, tarde / la noche, regresabas parla y parla. / Ya no habrá quien me aguarde,/ dispuesto mi lugar, bueno lo malo. / Se acabó la calurosa tarde; / tu gran bahía y tu clamor; la charla / con tu madre acabada / que nos brindaba un té lleno de tarde. / Se acabó todo al fin: las vacaciones / tu obediencia de pechos, tu manera / de pedirme que no me vaya fuera. / Y se acabó el diminutivo, para / mi mayoría en el dolor sin fin, / y nuestro haber nacido así sin causa.

Acabó como buenamente pudo. Cerró el libro, se sentó en mi silla y no pudo contener un llanto desconsolado, tremendo; que dejó a todos paralizados. Nadie se atrevía a decir ni pío. Fue él quien dijo que lo sentía mucho, que el poema le había recordado a su único y verdadero amor. Que se iba a dar una vuelta si no nos importaba.

Desde aquel día, Javier dejó su tontería en algún lugar alejado y se convirtió en uno de los mejores alumnos que jamás he tenido. Nunca me preguntó por los encabalgamientos que presenta el poema o por la estructura cercana al soneto o por la prosodia. Eso era lo de menos. Javier había descubierto la emoción, su propia sensibilidad, la utilidad de lo escrito, la importancia de la experiencia propia y vicaria, y lo demoledor que resulta la unión de ambas.

Cuento todo esto porque me encuentro, de forma habitual, con personas que tachan las obras de arte (por sistema) de inservibles, de estafas y de insultos a la inteligencia. Es posible que, en algunos casos, sea así; que la obra sea una mala muestra de lo que debe considerarse como obra de arte. Es posible. Pero lo que es seguro es que, a muchos de los que opinan de este modo, les puede lo que llamamos ignorancia. Por favor, no apliquen un sentido peyorativo al término; todos nosotros somos ignorantes respecto a alguna faceta de la realidad.

No saber, no comprender, es motivo de rechazo. Y es esto algo muy normal en todas las parcelas que tienen que ver con el arte. Leer una novela en la que el autor utiliza un vocabulario extraño para el lector y estructuras gramaticales nunca enfrentadas para este, es incómodo y molesto. Pero no hace que esa molestia convierta la novela en un relato mejor o peor. Mirar un cuadro que no tiene sentido alguno para el observador puede llegar a resultar un tostón aunque podría ser que ese cuadro fuera técnicamente una joya con un sentido admirable. Sentarse por primera vez en el patio de butacas de un teatro para asistir a la representación de una obra de Benjamin Britten puede acabar en aburrimiento si es un primer contacto del espectador con la ópera. Porque esto del arte requiere un aprendizaje como cualquier otra cosa de este mundo. Construir un criterio sólido para poder valorar, entender y disfrutar una obra de arte no es algo que se pueda hacer sin esfuerzo, sin quemar etapas (largas y numerosas).

Lo que ya no parece tan complicado ni tan difícil (de hecho es algo más que habitual) es negar la importancia de la cultura, de las obras de arte o creer que eso es cosa de finolis, de estirados y de snobs. No deja de ser sorprendente, porque el arte tiene mucho que ver con lo que somos, con lo que es el mundo entero; porque el arte es la representación de la consciencia colectiva del ser humano desde que este lo es; porque el arte es la única forma que el hombre ha encontrado para explicarse y explicar su entorno. Unas veces con gran acierto, otras con menos; algunas con forma de estafa; pero siempre con la intención de aprehender eso que es imposible de agarrar, con la intención de aportar el sentido necesario a nuestra existencia. El hombre tiene la vocación de ser infinito y el arte es la materialización de ese afán universal.

También me encuentro con personas empeñadas en colgar la etiqueta de elitista al arte. Estos son peores y suelen coincidir con los que conocemos como snobs. Creen que es cosa privada de los entendidos. Eso es un error porque el arte se nutre de las personas, deja de tener sentido sin ellas. Aunque, creo yo, lo mejor es no hacer mucho caso. Por ejemplo, un snob no es otra cosa que un gilipollas disfrazado de snob.

El arte es de todos. Por ello, es difícil entender cómo algunos lo maltratan, cómo los políticos lo utilizan como moneda de cambio o, sencillamente, lo ignoran. Es inexplicable que las leyes de educación españolas, una tras otras, silencien las humanidades, todo lo que tenga que ver con el arte.

El arte es elitista para los que creen que son la élite. El arte es universal para el que quiere entender qué demonios pinta en todo esto que llamamos vida; para el que descubre, no ya su mundo, sino el mundo entero, contemplando una escultura o escuchando la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven. El arte es el cosmos y, desde luego, no es propiedad de nadie.

G. Ramírez

Si con Louis Armstrong el jazz cambió radicalmente, con Charlie Parker y Dizzy Gillespie ocurrió algo similar. Mientras Parker tocaba y causaba sensación entre sus seguidores y los músicos más jóvenes; Gillespie lograba que esa nueva forma de hacer música se fuera escribiendo y, también, interpretaba el bop de forma primorosa.

Después de aparecer Charlie Parker en escena, todos los músicos tuvieron que reinventarse. Cuando Parker y Gillespie tocaban juntos, los demás se volvían locos y corrían en busca de alternativas para igualar lo que escuchaban. La influencia de Parker fue de tal magnitud que el jazz se lanzó hacia un lugar distinto de forma irreversible. Gillespie creaba tendencias. Todos los músicos nuevos querían imitarlos.

Parker encontró un estilo propio que, poco antes, nadie entendía del todo. Incluso hubo músicos que vieron en la música de Bird (así se le conoció gran parte de su carrera musical) un insulto, una aberración. Y se acomodó en el quinteto mejor que en cualquier otro tipo de banda. Gillespie, sin embargo, veía en la big band su lugar natural como músico. Parker empujaba con el bebop; Gillespie lograba lustrar el nuevo tipo de música. Parker inició un camino que convertiría el jazz en algo muy distinto hasta entonces; Gillespie logró que el bebop se fuera haciendo hueco al ganar adeptos con rapidez. Parker tocaba y hacía tocar; Gillespie escribía y lograba que las partituras fueran abundando.

El saxo alto de Bird sonaba maravillosamente imperfecto. Era un hombre de vida tortuosa, que solo encontraba en la música una salida a su dolor. La música era su gran pasión, por encima, incluso, de las drogas que le estaban destrozando por completo. Con el Charlie Parker Quintet grabó piezas fundamentales del bebop. ‘Koko’, ‘Now’s the Time’ (sobre armonías del blues) y ‘Chasin the Bird’ con la que se iniciaba la introducción de las fugas y los fugati en el jazz. En esta última grabación, Miles Davis, a sus 19 años, interpretó la entrada en fugato y provocó un pequeño terremoto por su fuerza y su originalidad. Parker ya era el improvisador más importante de todos los tiempos, el que logró, por primera vez, que las frases se quedasen flotando en el ambiente para golpear las consciencias.

Gillespie, posiblemente, es el músico que ha tocado la trompeta con más claridad de la historia del jazz. Además, componiendo mostraba una forma de entender la música difícil de igualar. Al escuchar su trabajo ‘Things to come’, podemos comprobar que cada línea melódica está en su lugar exacto, la claridad expositiva es arrolladora. Casi podemos sentir el calor de la lava que acaba con el hombre. Aunque, sobre todo, sabemos que la música está por encima de cualquier destino incierto y peligroso para la Humanidad. Poco a poco, fue introduciendo nuevos ritmos en su música y dando importancia a la percusión con lo que inició el rescate de músicas que se incorporaban al jazz como, por ejemplo, los ritmos cubanos. Sin embargo, con el paso del tiempo, Gillespie tuvo que vender su forma de hacer música (para muchos seguía siendo incomprensible) rompiendo todas las normas establecidas. Además de un gran trompetista, fue un vocalista de primera clase y, también, una especie de clown musical que acercó el bebop a toda clase de público.

Parker comenzaba a sentir los efectos más lesivos de las drogas. Llegaba tarde a los ensayos, a las actuaciones, desesperaba a sus compañeros y a los empresarios. Su vida amorosa era un auténtico desastre. Cuando aparecía para actuar mostraba un aspecto sucio y descuidado. Vendía su instrumento para conseguir beber o drogarse, pedía dinero a cualquiera que se dejaba para adquirir un billete y viajar a ninguna parte; mientras estaba en Nueva York se pasaba las noches yendo de un lugar a otro en el suburbano. Y en 1946, mientras grababa ‘Lover man’ en los estudios de Dial tuvo su primer episodio serio. Sudaba, no podía sostenerse en pie, tocó como pudo. Al regresar a su hotel, posiblemente se quedó dormido en la cama con un cigarro encendido en la mano y provocó un incendio. Le llevaron al hospital desnudo y desorientado.

Bird pareció levantar el vuelo a finales de los años 40. Logró grabar algún disco acompañado por una orquesta de cuerdas. Siempre sintió especial predilección por la música sinfónica, sobre todo por Brahms y Schönberg. Y, por fin, ganó un dinero importante. En California, Gillespie hacía exactamente lo mismo. Esto les costó, a ambos, un buen número de críticas. Los seguidores clamaban al cielo puesto que pensaban que sus ídolos habían sucumbido ante el dinero y una música comercial que se alejaba de la propuesta inicial. Al escuchar esas grabaciones podemos comprobar que no fue así. Era otra forma de extender el jazz, de seguir estirando para hacerlo más grande.

Parker comenzó a tocar muy de vez en cuando. Su desesperación era atroz y las drogas le destrozaban con rapidez. Murió el 12 de marzo de 1955. Todos los saxofonistas, hasta hoy, se han visto fuertemente influenciado por Charlie Parker.

Dizzy Gillespie siguió tocando y recorrió el mundo con el bop a sus espaldas. Sin hacer grandes excesos con el alcohol o las drogas. Siempre se distinguió por su forma de interpretar, por su sentido del humor y por dar a conocer el jazz en el mundo entero. Murió a los 75 años de edad, el 6 de enero de 1993.

LA ANÉCDOTA

Tal y como se observa en la imagen, el cuerno de la trompeta de Dizzy Gillespie resulta extraño. Está dirigido hacia arriba en lugar de estar recto.

Durante la celebración del cumpleaños de su esposa, alguien pisó el instrumento del músico. Gillespie, por supuesto, se enfadó muchísimo. Así lo contó Leonard Feather, crítico, productor, músico y compositor de jazz. Parece ser que, al calmarse, Gillespie intento tocar su trompeta y descubrió que el sonido era ese que tanto había buscado durante algún tiempo. Entonces, encargó fabricar una trompeta de esas características y siempre le acompañó.

Hay que decir que existía ya un instrumento parecido. Alguien había tenido la idea ciento cincuenta años antes de que el pisotón accidental tuviera lugar. Gillespie no pudo patentar la idea.

G. Ramírez

Una de las mejores series de televisión de todos los tiempos es 'Treme'. Es posible que sea una de las que han pasado más desapercibidas. Pero eso es harina de otro costal. Que un autor apueste por la inteligencia del espectador, que no recurra a la trama fácil como reclamo, que no salpique de escenas subidas de tono para que el espectador se quede pegado a la silla aunque lo que le cuenten sea un desastre, es un logro y un acto honesto y generoso que todos los amantes de las buenas series y de la música agradeceremos por siempre jamás. 'Treme' cuenta cómo Nueva Orleans va reconstruyéndose tras el desastre que causó el huracán Katrina el año 2004. Y lo hace teniendo un fin muy claro: mostrar las contradicciones del ser humano durante el tiempo que puede dejar su huella en esta vida. Eso es lo principal aunque existen, lógicamente, un buen número de subtramas tratadas con especial delicadeza. El creador de la serie es un viejo conocido de aquellos que disfrutan del gran cine que nos acerca la televisión en forma de serie. Se llama David Simon y nos enseñó el mundo en lo que ya son trabajos míticos como, por ejemplo, 'The Wire'.

Cada capítulo de 'Treme' comienza acompañado de la fabulosa pieza de John Boutté titulada como la serie. Escuchamos jazz, blues, folk, R&B, honky-tonk y algo de rock. Vemos en pantalla a artistas famosísimos que aparecen con naturalidad y un encaje argumental que escapa de la molestia o de una inserción impostada (Elvis Costello, Cassandra Wilson o Dr. John, entre otros muchos). Los temas que escuchamos los firman Louis Armstrong, Little Richard, Steve Earle, Coleman Hawkins o cualquier otro autor o interprete que suene a buena música. 'Treme' es, sobre todo, un festín musical.

Pero no solo es eso. Las tradiciones más arraigadas de Nueva Orleans son el anclaje de la trama. Los indios criollos y americanos constituyen una de las zonas expositivas más atractivas de la seria. Clarke Peters es el actor que encarna al jefe indio que nos irá mostrando una cultura sin posible comparación en el resto del mundo. El músico que vive por y para la música lo encarna Wendell Pierce, Khandi Alexander es la imagen de la lucha racial que no acaba nunca; John Goodman representa al ciudadano que perdió cosas materiales en la tragedia, pero que, sobre todo, perdió media vida.

Cualquier aficionado a las series de televisión, cualquier aficionado a la música, el que quiera descubrir lo que significa el término hot en música, debe ver una obra maestra como esta. Que tuviera que liquidarse de una forma algo brusca (al fin y al cabo las audiencias son las que mandan) no significa que la serie no resulte inolvidable y un gran escaparate musical y humano.

G. Ramírez

Charlie Parker y Dizzy Gillespie.

Charlie Parker y Dizzy Gillespie son los dos músicos que más influyeron en el universo del jazz en la época en la que el bebop se imponía desde la rebeldía y desde un lenguaje atrevido, moderno y perturbador.

La esposa de Dizzy Gillespie dijo que su marido no podía olvidar el día que Charlie se acercó a él en el club Basin Street para suplicarle que se juntaran para tocar, que sentía que quedaba poco tiempo para poderlo hacer. Una semana después Charlie Parker moría. Con él desaparecía la figura más influyente de la historia del jazz. Solo puede compararse a Louis Armstrong.

Parker nació el año 1920 en Kansas City. Parece ser que era un niño normal, que asistía a clase con normalidad. A los trece años comenzó a tocar el saxo barítono aunque, poco después, tocaba el contralto. A los quince ya frecuentaba clubes en los que trabajaba muchas horas y cobraba una miseria. No se ha podido saber la razón por la que Parker comenzó a trabajar como músico. En su familia no había tradición musical y no hay nada que explique su dedicación.

En 1937 se incorporó a la orquesta de Jay McShann. Tenía 17 años. Parece ser que sentía especial predilección por la música de Lester Young y eso le hizo comenzar a trabajar en esta orquesta en la que todos pensaban que era un auténtico desastre de músico. Es muy posible que ninguno de los componentes de la banda entendiera lo que Parker comenzaba a decir con su saxo. La orquesta de McShann era una formación muy típica del riff y del blues de Kansas City. Parker procedía de ese mundo en el que el blues lo era todo.

En 1940 grabó su primer disco junto a McShann.

Ya era víctima de las drogas. Parker reconoció que la música y las sustancias estupefacientes llegaron al mismo tiempo. Ingresó en la cárcel por no querer pagar un coche de alquiler, viajaba de un lugar a otro y aparecía con aspecto desastroso, como si fuera un indigente, nadie podía controlar sus horarios. Trabajó lavando platos y cobrando una cantidad ridícula, vivió como pudo y donde pudo durante meses. En 1941, tras tocar en el Savoy Ballroom del Harlem neoyorkino y en Detroit, dejó la banda de McShann. No le gustaban las big bands, se aburría haciendo lo que para él era esa música tan estándar y rutinaria. Por otra parte, nadie parecía entender su lenguaje musical. Es famoso un capítulo en el que Parker probó suerte en la Count Basie Band. Jo Jones, el baterista de la banda, lanzó al suelo uno de los platillos para que Parker dejase de tocar. Este era un gesto de la época con el que se ridiculizaba al músico que no daba la talla. Parker estuvo semanas deambulando de forma desesperada. Por lo que se sabe, lloró durante días.

 

Charlie Parker.

Sin embargo, Parker tenía las ideas muy claras. Decía que podía ver lo que quería contar con su música, pero que no sabía cómo hacerlo con el instrumento en la mano. Y llegó el momento: improvisando sobre uno de los temas que Parker convirtió en mito, 'Cherokee', descubrió que podía utilizar como línea melódica los intervalos superiores de las armonías y, al mismo tiempo, insertaba por la parte baja melodías nuevas que se integrasen bien en el conjunto. Parker había descubierto eso que tanto deseaba. Aunque era muy difícil que alguien entendiese lo que estaba haciendo. Salvo el resto de músicos que empujaban el bebop hacia lugares de importancia. Uno de esos músicos era Dizzy Gillespie. Había tocado junto a Parker, seguramente por primera vez, aquella noche de 1941 en el Savoy Ballroom del Harlem.

Igual que le había sucedido a Parker, Dizzy Gillespie procedía de un mundo en el que las diferencias raciales eran tremendas. Nació en 1917 en Carolina del Sur. Y, a diferencia de Parker, la vida familiar de Gillespie fue ordenada y cómoda. Su padre era músico y le enseñó a tocar varios instrumentos. A los 14 años su instrumento preferido era el trombón aunque muy poco después comenzó a tocar la trompeta. Estudió armonía y teoría musical gracias al esfuerzo de su padre y a los quince años acabó sus estudios musicales.

En 1937 comenzó a tocar en la banda de Teddy Hill. Por tanto, la tradición a la que estaba más pegado era a la de Nueva Orleans. No hay que olvidar que la banda de Teddy Hill era la evolución de la King Oliver. Grabó su primer disco en 1937; el 'King Porter Stomp' del mítico Jelly Roll Morton. El verano de ese mismo año viajó a Europa con la banda de Hill y los músicos ya se quejaban de sus excentricidades. Pero en París dejó claro que una nueva forma de interpretar estaba llegando con fuerza. Más tarde tocaría, en Estados Unidos, como solista en distintas bands.

El año 1939 se incorporó a la orquesta de Cab Calloway. Pero su aventura acabó pronto puesto que a Calloway no le gustaba el carácter bromista de Gillespie. Cuentan que durante una actuación lanzó bolas de papel al director y que, tras finalizar, entre las recriminaciones en forma de bronca por parte de Calloway, Gillespie terminó hiriendo al líder con una navaja.

Dizzy Gillespie.

El trompetista contaba que su ídolo era Roy Eldridge y que trataba de imitarle sin conseguirlo. Y que esa persecución tuvo como resultado una forma de hacer música distinta a la que se bautizó como bop. Sin embargo, la evolución de Gillespie fue tomando forma en las big bands. Después del altercado con Calloway, tocó en las de Duke Ellington o Earl Hines, por ejemplo.

Parker y Gillespie se volvieron a encontrar en el Minton’s, un club del Harlem. Cada día, en el club tocaban Thelonious Monk, Charlie Christian, Joe Guy, Kenny Clarke y Nick Fenton. Allí fue donde el bop se convirtió en algo real. Parker llegó e impuso su autoridad musical al instante. Todos los músicos vieron en él un chispazo de genialidad inigualable. Esos músicos intentaban hacer cosas diferentes, mostrar su rebeldía y su protesta social a través de la música. Gillespie se unió al grupo y puso a funcionar su sagacidad musical. Todo aquello que andaban buscando este grupo de músicos apareció con claridad, con ímpetu.

A partir de entonces, Parker y Gillespie fueron inseparables. En 1944 formaron un combo que actuaba en la que sería la calle del bop, la Calle 52; y realizaron su primera grabación. Continúa en este enlace.

G. Ramírez

Nicola Alaimo (Michonnet), Ermonela Jaho (Adriana Lecouvreur). / Fotografía de Javier del Real

Arranca la Temporada de ópera 2024-2025 del Teatro Real y lo hace a lo grande. A partir del próximo 23 de septiembre, se representará la ópera de Francesco Cilea (Palmi, 1866 - Varazze, 1950) ‘Adriana Lecouvreur’, una obra que nunca antes se ha podido ver sobre las tablas del Teatro Real de Madrid.

Cilea estudió piano y composición desde 1881 hasta 1889 en el Conservatorio de Nápoles, en contra de su entorno y especialmente de su padre. Acabó sus estudios componiendo la ópera ‘Gina’. Más tarde, en 1984 obtuvo la cátedra de piano en el Conservatorio de Nápoles del que terminaría siendo director en 1916. En 1902, con ‘Adriana Lecouvreur’ obtuvo un gran éxito y logró que la obra perdurase en el repertorio.

En torno a Adriana Lecouvreur se han organizado un gran número de actividades en el Teatro Real, Real Teatro deRetiro, Casa Asia, Círculo de Bellas Artes, Institut Français, Museo delRomanticismo, Museo del Traje y Real Jardín Botánico.

Cilea se situó en los alrededores del verismo aunque el lirismo y la melancolía de su música se alejan del apasionamiento y lo extravagante de ese verismo. ‘Adriana Lecouvreur’ es más el remate del melodrama romántico italiano que Verdi llevó tan lejos revestido de la elegancia casi poética de la ópera francesa finisecular. La ópera de Cilea, pegada a su tiempo, contiene temas de repertorio, melodías de ritmo sencillo y temas principales que incluye en un sistema libre con el que dota a los personajes de perfiles musicales característicos.

‘Adriana Lecouvreur’ (ópera en cuatro actos) se estrenó en el Teatro Lírico de Milán (6 de noviembre de 1902); el libreto está firmado por Arturo Colautti y se soporta sobre el drama homónimo de Eugène Scribe y Ernest Legouvé. La trama se desarrolla en París durante el mes de marzo de 1730, en el París de la Ilustración. El personaje principal es Adrienne Lecouvreur, una de las actrices más famosas de la época que fue miembro de la Comédie-Française, amante del conde Moritz de Sajonia. La ruptura amorosa que se produjo y la posterior muerte de la actriz a los 38 años de edad dio paso a especulaciones que son las que se reflejan en el libreto de la obra.

Vista general del escenario. / Fotografía de Javier del Real

El director de producción del Real, Justin Way –que fue asistente de David McVicar durante la creación del montaje de 'Adriana Lecouvreur' en el Covent Garden, en su estreno- dirige las reposiciones de la producción que se presenta en el Teatro Real. McVicar se muestra respetuoso al máximo con el libreto original y con la época en la que se desarrolla la acción, intenta homenajear con honestidad una forma de hacer teatro que forma parte del ADN de cualquier obra representada desde ese momento. La escenografía de Charles Edwards y el vestuario de Brigitte Reiffenstuel se arriman a esa misma idea y son el anticipio exacto de lo que va a suceder en el escenario.

Se ofrecerán 13 funciones de la ópera, entre el 23 de septiembre y el 11 de octubre, precedidas de una Gala Joven para menores de 36 años, el 20 de septiembre.

En el papel de Adriana Lecouvreur se alternarán las sopranos Ermonela Jaho y Maria Agresta. Estarán acompañadas por Elīna Garanča (princesa de Bouillon), Brian Jagde (Maurizio) y Nicola Alaimo (Michonnet), en el primer reparto; y Ksenia Dudnikova, Matthew Polenzani y Manel Esteve, en el segundo. No faltará a su cita el Coro Titular del Teatro Real, con dirección de José Luis Basso, y la Orquesta Titular del Teatro Real, dirigida por Nicola Luisotti, principal director invitado del Teatro Real de Madrid.

G. Ramírez

¿Quién quiere casarse con mi hijo? Ya ha batido algunos récords del mundo en sólo dos programas.

El número de anuncios que se tiene que tragar el espectador para terminar de ver el programa es asombroso. La sensación es que entre anuncios se ven un par de secuencias del programa. Van a conseguir que la audiencia se reduzca porque se hace insoportable. Además, aunque parezca mentira, la gente trabaja y dormir un par de horas menos por ver el dichoso programa se hace cuesta arriba. Récord del mundo, fijo.

Pero el que parecía imposible de alcanzar era el que ha batido una tal Sofía (la de Las Grecas). No se puede utilizar peor el lenguaje para parecer culta siendo un tarugo. Suelta prendas que parecen imposibles y que el mejor de los guionistas de un programa de humor no sería capaz de inventar. Por ejemplo, dice que ella es ‘talasofobica hasta el infinito’ y que ama el mar y la talasofobia es justo lo contrario, es el miedo persistente e intenso a las masas de agua profundas, como el mar. Eso sí, se queda tan pichi. Y lo peor es que el pretendido mira a la mujer pensando (lo dice de forma expresa) que es lista y culta y preparada y digna de alabanza por sus conocimientos cuando, en realidad, esta pobre ha recibido un par de cursos de ayuda personal baratos y los intenta rentabilizar repitiendo lo que ella entendió. Sobre esto sólo queda decir que ‘la intención subterfuge’ como ella misma dice. Sí, lo dice y no se inmuta. Más majadería es imposible. Pobre lenguaje.

Por lo demás, no veremos más a la chica que amenazaba con cantar canciones de Camela sin parar, a la que comía hielo como si no hubiese un mañana (lo está dejando según confeso a la que pudo ser su suegra), a una rubia que creía que era imposible que alguien no quisiera estar a su lado, a un tipo grandote con cara de no haber aprobado la ESO y a otra que ya ni recuerdo cómo era o qué decía. Hemos visto el primer beso: se lo ha plantado un tipo con la boca horrorosa a una chica rubia que quiere hacerse un hueco en Sotogrande. 

La segunda entrega de QQCCMH ha sido tan divertido como extenso gracias a la publicidad, ha sido tan disparatado como ridículo. Este programa es la clara muestra de la decadencia de la sociedad actual. Pero hace mucha gracia, las cosas como son.

NIrek Sabal

Vanessa y Javier pasan sus peores momentos en GH.

Esta edición de GH que estamos disfrutando ya ha alcanzado velocidad de crucero. Hagan lo que hagan y digan lo que digan los concursantes, los fans del formato no se pierden ninguna de las galas o los debates. Y no es que sea la mejor de las ediciones. Al contrario, está resultando bastante floja. Todos quieren ligar para sobrevivir a las expulsiones, todos quieren parecer la mar de listos (siempre queremos peras del olmo), todos esperan salir de la casa y poder vivir del cuento lo que les queda de vida.

Vanessa, la cantante gallega, ha querido participar en GH para dejar a su marido a lo grande. No hay que ser muy listo para deducir esto por lo que hace cada día. El primer día ya decía que tenía dudas, hoy ya se arranca en el confesionario para decir que no quiere nada con Javier, ni dentro ni fuera de la casa. Javier, el rey del conjunto hortera, no da crédito y no termina de creerse lo que está pasando. Follón patético y tenebroso.

Unos quieren participar para enamorarse y otros para abandonar a su pareja.

Esta misma Vanessa fue la cabecilla del primer movimiento contra Maite, una jugada que le costó la expulsión de la casa principal y encontrarse con su marido de sopetón, que le costó que todos sus planes se hicieran añicos en un instante. La tal Daniela, una chica que es capaz de cambiar el acento dependiendo de la habitación en la que se encuentre, fue la otra víctima. Ellas creen que ya no corren peligro y, sin embargo, están en la lista de expulsadas en potencia.

Vanessa está demostrando la misma inteligencia emocional que Adara Molinero. En realidad, Adara Molinero demuestra la misma inteligencia a secas (ni emocional ni nada). Es decir, Vanessa se ha puesto el mundo por montera y pasa de su pareja sin remilgos y Adara sigue demostrando ser un zopenco de mujer. Tan guapa como corta. El ridículo que hizo en el último debate esta chica afeando a Frank Blanco una conducta que había sido impecable es la muestra más evidente de la falta de ideas de esta mujer, de su falta de inteligencia y de elegancia. A ver si alguien decide que el tiempo de esta chica ya ha pasado.

Respecto a las próximas expulsiones solo se puede decir que, salvo que cambien mucho las cosas, Juan será el que salga por la puertecita que lleva a la casa oculta. Es el mismo que dice que alguno de los porcentajes de voto más bajos le corresponde a él sin duda alguna. Otro que no sabe leer el programa desde que entró.

Conversaciones estúpidas y superficiales las encontramos a espuertas, pero me quedo con esta por ser, además, asquerosa:

-Maica: ‘Violeta me ha dicho, claramente, que aquí no va a hacer nada’.

-Ruvens: ‘Pues que se guarde un poco porque si lo da todo de primeras uno se termina por ir calentando, calentando, y llega un momento que no puede decir que no’.

Este Ruvens acaba de hacer miles de amigos.

Conversaciones profundas e inteligentes, lo que se dice inteligentes, las podríamos escribir en el papel que utilizan los estudiantes para hacer una chuleta que irá escondida en el bolígrafo Bic. Cuando se produzcan, claro. Lo más inteligente que hemos logrado escuchar ha sido '¿Qué preferís para comer: macarrones o garbanzos?'.

Esto es un tostón ¿no? Hasta las broncas son descafeinadas.

Nirek Sabal

¿Quién Quiere Casarse Con Mi Hijo? es uno de los programas más divertidos de la historia de la televisión; y no lo es por su contenido (el espectáculo es tan lamentable que quita el hipo) sino por el montaje y el diseño de sonido con el que se presentan cada uno de los capítulos. La mala leche de los montadores es infinito y son capaces de convertir momentos que generan enorme vergüenza ajena en instantes inolvidables, hilarantes y despampanantes.

Presenta el programa una soberbia Luján Argüelles que no duda en reaccionar con un lenguaje corporal maravilloso ante cualquier aparición de hombres y mujeres que deben estar muy desesperadas para dar un espectáculo tan bochornoso.

La cosa va de elegir candidatas a ser la novia ideal del hijo de cada madre que aparece en pantalla. Aún no sé si los protagonistas son los hijos o esas madres que no pueden contenerse en las formas, en la exageración, en la estupidez, en lo ñoño o en lo ridículo. Una serie de hombres (uno de los hijos solteros es gay) y una serie de mujeres acuden a la llamada de la fama y se presentan con sus mejores galas para ser elegidos programa tras programa intentando llegar al altar.

Tenemos de todo y nada es normal. Es todo un disparate extravagante a más no poder.

Aparece una candidata y dice (así, sin pensarlo dos veces, sin filtro alguno) que ella se identifica con ‘la Marilyn Monroe del sigo XXI y la ‘MariLis Cirus’ (sí, esa) porque Marilyn es un ‘cono’ del feminismo y de los cánones de belleza y ‘la otra’ (desiste de intentar decir el nombre ya que no hay manera) porque es una revolucionaria exitosa’. Y para rematar demuestra al hombre de su vida que es capaz de estar sin respirar un buen rato. No se puede ser más ridícula.

Imagen de @Fifo95

Aparece, una mujer con una bolsa de papel en la cabeza, que se dedica al mundo de la moda y de la belleza, porque quiere que se le conozca por lo que es como persona y no por un físico. Además, su físico da mucha envidia. Eso sí, en la bolsa se ven pintados unos bonitos ojos con grandes pestañas.

Entra una mujer rubia en la habitación de las citas, bailando sin decir ni pío y dando volteretas laterales. Lamentable.

Una de Las Grecas se hace presente. No es broma, de verdad que esto no es un simulacro. ‘Soy Sofía Lozano. Soy una mujer ‘emponderada’. […] Para mí la belleza no sólo está entre las piernas sino que está entre las sienes’. ¿Cómo te quedas?

No faltó la que se identificó con el sauce llorón. Otra ya era conocida por aparecer en la televisión afirmando que estaba poseída (esperemos que fuera antes de grabar estos programas).

Conocimos a Marcelo que repite en la tele. Ya ha pasado por First Dates para decir que en las cofradías andaluzas todo el mundo es gay. Es católico y de derechas.

Vimos a un mamarracho vestido con un traje típico de Castilla La Mancha y pinta de lelo.

Me quedo con un momento muy espectacular (espero que sea una broma del montador y solo eso). Pregunta la pretendiente de turno: ¿Qué piensas que hay después de la muerte? El hijo (del que está tan orgullosa su madre) contesta: Reguetón​.

Tremendo todos estos que miran el escaparate lleno de mujeres y hombres dispuestos a hacer el ridículo por un minuto de televisión.

Y, me apunto la frase del año: ‘Tengo una teoría mía, compartimos el 99 por ciento de los genes con los monos. ¿Sabes la diferencia? Que podemos invertir; dice un tal Erik que se dedica a vender pisos y a invertir, claro. Un ideólogo sin posible parangón.

Vaya panorama.

Nirek Sabal

Ella Fitzgerald

Nació en 1918. Aunque su forma de interpretar procede de la Era del Swing, Fitzgerald es una de las cantantes más completas de la historia y su trayectoria es impecable, ya que siempre supo adaptarse a los tiempos. Es extraño encontrar una artista que abarque tanta música, tanto jazz. Fue descubierta en un concurso para nuevos talentos en el Apollo de Harlem. Su éxito más rotundo fue el tema 'A-Tisket, A-Tisket' que interpretaba cuando formaba parte de la banda de Chick Webb (más tarde, después de morir Webb, acabaría haciéndose con las riendas del grupo). Eso ocurría en la Era del Swing. La improvisación le unió durante un tiempo al bop. Más adelante, fue capaz de cantar los temas compuestos por Porter, Gershwin o Kern. La balada de Fitzgerald es imponente. Hasta el final de su vida, logró mantener un nivel envidiable.

Sarah Vaughan

Nació en Nueva Jersey en 1924. Es, sin duda, la cantante de jazz con un registro más versátil y más poderoso, la cantante de jazz que mejor controló el vibrato de todas las que se han subido a un escenario. Su voz de contralto aportó una tonalidad al jazz que nadie había conseguido y que, hoy, no puede superarse. El fraseo, la respiración de Sarah Vaughan, ha sido envidiado por las cantantes de jazz desde su aparición. Sarah Vaughan incorporó líneas del bop en su forma de cantar, practicó el scat con soltura e improvisó con una agilidad melódica única y genuina. Murió el año 1990 en Los Ángeles.

G. Ramírez

Ayo Edeberi, Jeremy Allen White y Abby Elliott en una escena de 'The Bear'

‘The Bear’ es una serie formidable que pudiera parecer que habla de las cocinas y sus alrededores aunque no es cierto. ‘The Bear’ utiliza los fogones de los restaurantes como vehículo para hablar de algo mucho más importante, ‘The Bear’ habla de la posibilidad de lo extraordinario gracias a la pequeñez de cada ser humano. Los secretos, las carencias, los fantasmas, los miedos o ese amor inconfesable que se arrastra desde años atrás, toman protagonismo y llegan al límite.

Los personajes de esta seria son tan, tan, humanos que llegan a dar miedo; tan, tan, humanos que despiertan nuestros instintos más delicados, más tremendos o más violentos. Y el arco dramático de esos personajes va creciendo secuencia a secuencia, capítulo a capítulo, temporada a temporada.

Jeremy Allen White (ya le conocíamos de anteriores trabajos como, por ejemplo, en ‘Shameless’, ¿recuerdan a ‘Lip’?) encarna al personaje principal de la serie –‘Carmy´ Berzatto- y, ahora, es famoso en el mundo entero gracias a ‘The Bear’ y a sus amores compartidos con nuestra Rosalía. Defiende el papel con uñas y dientes y acompaña muy bien el crecimiento que le aporta el libreto. Contenido, perfecto en el lenguaje corporal, soportando los primeros planos largos sin inmutarse.

Acompaña a Jeremy Allen White la actriz Ayo Edebiri. Expresiva, cargando con la zona más irónica en los diálogos, encarnado a Sídney, el personaje que más va creciendo desde el primer capítulo. Todo un descubrimiento.

La experiencia de Oliver Platt resulta ser un cheque en blanco. La belleza serena de Molly Gordon (en la serie interpreta el papel que sirve de contrapeso al de ‘Carmy’, Claire) o la frescura de Abby Elliott, van configurando un mapa en el que el universo de ‘The Bear’ destila ternura, tensión, amor, violencia, problemas o relaciones familiares explosivas, a partes iguales.

Tengo que señalar el trabajo de Matty Matheson, chef canadiense y actor que asesora en la serie a todos sobre lo que es una receta, un restaurante y la pasión por la cocina. Su papel inunda de lealtad, sensibilidad, valores, amistad inquebrantable y un amor por todo lo que le rodea, que convierte la serie en su conjunto en algo monumental. En la tercera temporada, su personaje aparece junto al hermano y protagonizan momentos que van de lo emotivo a lo hilarante y llenan la pantalla de lo mejor que el cine puede aportar.

Los personajes de ‘The Bear’ son gente corriente, con sus miserias a cuestas, con sus bondades y sus secretos. Uno a uno no podrían dejar que su brillo se notase en el mundo que habitan; pero la suma de todos ellos les convierte en un grupo luminoso, divertido, empático, mágico.

La última temporada (la tercera) que se emite en Disney en un monumento al gran cine (sí, al gran cine que es lo que se hace para la televisión desde hace años). Cada capítulo sirve para que los personajes estallen en mil pedazos dejando su rastro en todo lo que les rodea incluidos los espectadores que asisten emocionados a descubrimientos, por lo menos, interesantes. El capítulo en el que se cuenta el tiempo inmediatamente anterior al parto de Natalie junto a su madre Donna (maravillosa Jamie Lee Curtis), o cómo la chef Tina (Liza Colón-Zayas que emociona con esa mirada vidriosa y miedosa) consigue su empleo en el restaurante familiar de los Berzatto, son un espectáculo único que sólo pueden salir de la cabeza de creadores como Christopher Storer.

¿Es necesario ver esta serie? Lo es si se quiere saber por dónde van los tiros en la televisión actual. ¿Merece la pena? Es lo mejor que se puede hacer delante de una pantalla. No se arrepentirá nadie. Garantizado.

Nirek Sabal

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