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Dos minutos, cuarenta segundos y una trompeta

 

Nina Stemme en el Teatro Real de Madrid. / Fotografía de Javier del Real

Si a un entendido en música le invitan a un concierto en el que la música gira alrededor de Richard Wagner y cuya duración  es de un par de horas, probablemente se mostrará escéptico, sin embargo, este ha sido el fantástico acontecimiento al que hemos podido asistir en el día de ayer, domingo, 26 de mayo en el Teatro Real, dado que se trataba de escuchar algunos fragmentos de sus obras.

En este sentido viene bien recordar que las óperas de Wagner tienen una duración media de 4 a 5 horas y que su tetralogía, 'El anillo del Nibelungo', formada a su vez por otras 4 óperas, se extiende a lo largo de 15 horas de música. Algo así como una serie de Netflix llevada al escenario operístico.

Por esta razón el concierto que hemos escuchado en el Teatro Real, prescindiendo de elementos de la representación y con los músicos sobre el escenario, ha sido una excepción que se justifica por la calidad de lo ofrecido en el menú.

El preludio y muerte de amor de Wagner es uno de los fragmentos más hermosos y sublimes que ha dado la música clásica a lo largo de su historia, utilizado frecuentemente en el cine, tiene algo de pasional y onírico, como bien puso de manifiesto el director Lars Von Trier en su película 'Melancolía' utilizando este fragmento sobre unas imágenes de perturbadora belleza. En el concierto pudimos escucharlo con una calidad interpretativa que hizo transparente todos los matices e inflexiones que necesita esta obra para que se aprecie en toda su grandeza. Y esto fue posible, además de por los músicos y el director, gracias a la prodigiosa voz de la soprano Nina Stemme, que a pesar de tener un vibrato algo marcado, dispone de un instrumento de colorido denso, extenso y sobre todo de un volumen que se hizo presente en todo momento a pesar de tener a la orquesta fuera del foso, en el escenario y en ocasiones con los instrumentos de viento metal, sonando junto a la voz. Algo que suele evitarse en las partituras debido a que estos instrumentos, actúan como devoradores del sonido vocal, aunque suele ser habitual en la música de Wagner.  El sonido de Nina Stemme navegó sin ningún problema sobre este océano sonoro como si esa música hubiese sido escrita para ella, como sucede con las raras voces wagnerianas que da el mundo de la ópera.

'Des Liebesmahl der Apostel' ('La cena de los apóstoles') fue la siguiente obra que se interpretó, esta vez con  el coro Titular del Teatro Real como auténtico protagonista en esta atípica composición de Wagner que además se suele programar con poca frecuencia y por ello  desconocida del público. Estrenada por encargo en la maravillosa iglesia Frauenkirche de Dresde, destruida en la 2ª guerra Mundial y reconstruida después, se trata de una obra que recrea la última cena de los apóstoles.

Orquesta y Coro titulares del Teatro Real de Madrid. / Fotografía de Javier del Real

Durante años el coro del Teatro Real ha sido calurosamente aplaudido por la calidad que ha ofrecido siempre en todas las óperas en las que ha participado, pero hasta ahora no había contado con una obra donde los solistas únicos fuesen ellos. Con una cuidada selección de voces realizada por su director José Luis Basso y cantando una obra complicada y de enorme dificultad ofrecieron una versión a la altura de su trayectoria que fue enormemente aplaudida. Tal vez la posición del coro al fondo del escenario haya restado algo de la generosa acústica que acompaña a la sala, aunque otra solución hubiese sido complicada por el espacio y disposición de los músicos.

En la segunda parte pudimos escuchar una selección de lo mejor de 'Götterdammerung' ('El Ocaso de los dioses') que tuvo en la voz de Nina Stemme una actuación llena de pasión y entrega y que encontró en el director Gustavo Gimeno una interpretación que hizo posible el éxito de la velada. A ello contribuyó la buena forma en que se encuentra la Orquesta del Teatro Real que ascendía del foso para recibir, esta vez si, los aplausos directamente sobre el escenario

Como políticamente vivimos días convulsos (cuándo no lo han sido), no está demás hablar de la figura de Wagner sobrepasando el ámbito artístico y  enhebrándose con los acontecimientos sociales. Esta es una de las razones por las que su figura, y por extensión su música, levanta auténticos debates apasionados. Por resumirlo, Wagner era un  declarado antisemita; puede comprobarse en el opúsculo que escribió al que llamó 'El judaísmo en la música'. Fue tomado por Hitler como el compositor representativo del terrible imperio que quería construir a base de eliminar brutalmente a quienes los nazis consideraban infrahumanos. Sus descendientes, los de Wagner, tuvieron cálidos lazos de amistad y colaboración con Hitler y su régimen que son bien conocidos.

Por decirlo de alguna manera, Wagner no era un tipo con el que uno se tomase un café. Su música, que por momentos es de enorme originalidad, grandiosa y que tiene la cualidad de tocar la parte más sensible de los seres humanos, es también capaz de originar grandes sueños tras escucharla. En la última ópera que se representó en el Teatro Real, la de 'Los maestros cantores de Nuremberg', ésta finalizaba exaltando literalmente 'El sagrado arte alemán' en una apoteosis musical que hace comprensible que a uno le de la ventolera de invadir Polonia, como decía Woody Allen

Es una suerte, que en este sentido, lo que hoy se llama 'cultura de la cancelación' no haya alcanzado los escenarios del Teatro Real y que haya podido conservar la lucidez de separar a un compositor, que a muchos nos resulta indeseable en su persona, de su música maravillosa y que podamos detestar al personaje y sin embargo, adorar su obra. Es un alivio que estos reductos de inteligencia forman parte de la marca del Teatro Real, en su programación y no estaría de más que esta reflexión alcanzase más ámbitos en nuestra sociedad.

Se echó de menos un programa, que mas allá de nombrar las obras y las breves biografías de los artistas, nos ofreciese un marco cultural sobre el concierto que estábamos a punto de escuchar, siempre resulta enriquecedor hacerlo y además ofrece la oportunidad de que intelectuales que forman parte del mundo de la cultura y la música se expresen a través de una ventana creativa como son los programas de concierto, que se han convertido, de alguna manera, en un género literario.

Mari López

 

Adriana González, interpretó el papel de Doña Inés. / Fotografía de Javier del Real

Tengo que insistir en lo fundamental, y de forma casi literal, en lo que ya dije al disfrutar de esta obra en su estreno el 28 de julio de 2017 (versión concierto). Fue en San Lorenzo de El Escorial.

Y es que la ópera contemporánea no es la que más tirón comercial presenta. Eso es una realidad incontestable. Tampoco es la que pueda encandilar a una persona que se acerque por primera vez a un teatro para enterarse de qué va la cosa. Resulta extraña para el que llega nuevo a ese territorio. Ni siquiera es demasiado accesible para los veteranos. El oído del personal está educado para unas cosas y para otras no. Al menos eso parece creer un gran número de personas.

Sin embargo, Tomás Marco defiende que la música no hay que entenderla y lo que hay que hacer es dejarse llevar por las sensaciones, que la ópera que se hace en la actualidad es un vehículo narrativo poderoso, útil y cercano. Una buena forma de entender las cosas.

La ópera de cámara ‘Tenorio’ es una obra que Marco escribió hace algunos años respondiendo al encargo del 'X Estío Musical Burgalés', un festival que se convirtió en uno de los miles de daños colaterales que provocó la última gran crisis económica. Desapareció y con él la posibilidad de estrenar la ópera.

La puesta en escena es, al menos curiosa, aunque no aporta nada a esa discusión ya antigua que trata de dilucidar dónde está la frontera que separa ficción y realidad. El escenario (una pequeña parte de él) se convierte en un set de grabación y podemos ver el vestuario, lo que tiene que ver con la producción ejecutiva, los camerinos o la sala de maquillaje. Y podemos ver la imagen -tomada por varias cámaras y en gran formato- de lo que va sucediendo en el escenario de forma simultánea. El mito del Don Juan clásico es expulsado del set al comienzo y, finalmente, unos jóvenes cargados con toda la tecnología moderna, se hacen con el espacio para rodar su propia versión del mito. Álex Serrano y Pau Palacios de Agrupación Señor Serrano, se encargaron de la dirección de escena.

Fotografía de Javier del Real

La partitura es excelente y sirve para que el libreto de Tomás Marco aparezca como una construcción de un mito que ya lo era y que se enriquece con una mirada moderna algo aséptica, pero que abre el abanico de posibilidades un poco más. Para ello mezcla textos de Zorrilla, Tirso de Molina, Da Ponte o Quevedo. Algunos textos, ni siquiera hablan de Don Juan, pero van muy bien colocados en el conjunto y funcionan. Marco tira de su vena más clásica al componer y al dejarnos ver su forma de entender ese mundo en el que se ha sostenido buena parte de nuestras artes. No se pueden poner grandes pegas a su ópera, pero no a todo el mundo le gustará. Sin serlo realmente, ‘Tenorio’ podría resultar una obra árida, exquisita en exceso y reservada para unos pocos; algo que sencillamente es falso.

La percusión en esta ópera tiene gran importancia. Los caracteres de los personajes son matizados definitivamente con esa percusión tan presente de principio a fin de la obra. El resto de la Orquesta Titular del Teatro Real de Madrid cumple a las órdenes del director musical Santiago Serrate que sigue estando muy plano (como en 2017), y no se anima a buscar arriesgando, a realizar la lectura de una obra riquísima en matices; y, así, convierte la partitura en un todo mucho más monótono de lo que es. Podría parecer que el problema es de la partitura, pero es al revés.

El coro es uno de los grandes aciertos en la composición de Tomás Marco. Como siempre ocurrió en ópera, utiliza esas voces para comentar lo que va sucediendo en el escenario. Pero no lo hace de cualquier forma. Marco logra que la obra tenga en ese coro un lugar en el que el público se instale para entender el resto. Evocador, divertido y bien diseñado.

Fotografía de Javier del Real

La soprano Adriana González, interpretó el papel de Doña Inés. En general bien destacando los tonos agudos en los que aparecen colores bien trabajados técnicamente. De dicción estuvo justita. Y este es un problema que puede provocar una falta de comprensión peligrosa y la desconexión total del público si no dispone de sobretítulos.

El tenor Juan Antonio Sanabria, narrador, estuvo bien. Un buen cantante. Y el barítono Joan Martín-Royo solventó la papeleta con aparente facilidad y no es fácil puesto que la exigencia de la partitura es grande. Además, desplegó un arco dramático muy potente que ayudó a entender lo que su personaje representa en la ópera. Por cierto, la ópera está dedicada a otro barítono, Alfredo García, y es extraño que, estando en activo, no sea el que defienda el papel más importante de la obra. Razones habrá aunque la extrañeza es la que es. Por su parte, el tenor Juan Francisco Gatell logró un resultado notable. El resto de los cantantes, incluido el coro formado por programas del programa Crescendo de la Fundación Amigos del Teatro Real, más que correctos.

Buen estreno.

G. Ramírez


Del mismo modo que Homero ya eligió los seis o siete temas principales de la literatura universal (no ha cambiado nada desde entonces), Shakespeare fue el autor que supo sumergirse en las consciencias colectivas y más profundas del ser humano, para dejar dicho quiénes éramos y cómo nos movíamos durante nuestra existencia. Por supuesto, los grandes compositores siempre quedaron prendados de sus obras.

Como puede comprobarse, la influencia del Bardo de Avon ha sido muy importante en el mundo de la ópera. Muchos de los grandes compositores cayeron en las redes de los textos del mejor autor teatral de todo la historia. Y todos, sin excepción han estado influidos por la obra de Shakespeare directa o indirectamente.


‘La reina de las hadas’ (semiópera; cinco escenas musicales de una obra de cinco actos)

‘The Fairy Queen’. Se trata de una adaptación anónima de la obra ‘Sueño de una noche de verano’ de William Shakespeare. Se estrenó en el Queen’s Theatre, Dorset Garden, el 2 de mayo de 1692. Un año después, Henry Purcell revisó la adaptación y agregó algunas cosas antes de estrenarse.

Hubo que esperar hasta 1903 para que la partitura fuera encontrada. Doscientos años estuvo perdida.

Esta es la obra más ambiciosa del compositor y fue la más cara de la época.

La música ya suena en el texto de Shakespeare. Son muchos los compositores que han encontrado una fuente de inspiración en ‘Sueño de una noche de verano’. Algunos ejemplos son la música incidental de Mendelssohn o las escenas nocturnas en’ Los maestros cantores de Wagner’ en las que podemos percibir claramente algunos posos de esta obra.

Purcell compuso cinco masques con danzas y cantos, cinco divertimentos sin que se siguiera la trama del texto original al eliminar muchos cuadros y papeles como el de Hipólita y Filostrato; o los artesanos Píramo y Tisbe.

Las canciones tienen un claro contenido erótico y Purcell utilizó efectos poco habituales en el teatro. Una canción que sirve como fuga o cánones cantados una octava o una octava más séptima más altos.

'Romeo y Julieta' en el Teatro Real. / Fotografía: Javier del Real

‘Romeo y Julieta’ (Ópera en cinco actos)

‘Roméo et Juliette’. Con libreto de Jules Barbier y Michel Carré se estrena en el Teatro Lírico de París el 27 de abril de 1867.

Es la ópera de Gounod que llegó a ser más popular en París. Tal vez, no alcanza el grado de lirismo de ‘Mireille’ y carece del color de ‘Fausto’, pero, desde los primeros compases, el compositor logra crear un clima de gran tensión emocional utilizando dúos que van del alocamiento amoroso de los personajes al paradigma del amor verdadero y eterno. En este sentido, la partitura de Gounod se aproxima mucho al texto de William Shakespeare.

La historia que se cuenta es del todo conocida. Se desarrolla en Verona cuando está arrancando el siglo XV. Los Montesco y los Capuleto son familias enemigas. Romeo y Julieta, miembros de estas, se conocen, se enamoran, se casan (el hermano Lorenzo celebra la ceremonia) y, tras sucederse una serie de circunstancias desastrosas, los amantes se suicidan antes de ceder ante una realidad hostil que les impide seguir siendo pareja. Una tragedia archiconocida.

Existen varias similitudes con ‘Fausto’ (arieta del vals de Julieta; cavatina de Romeo; los recuerdos que en la última escena invaden las consciencias de los protagonistas). Algunos momentos alcanzan una belleza apabullante como, por ejemplo, el comienzo del cuarto acto cuando los amantes se funden en un beso. La orquesta, en ese momento, expresa la alegría más auténtica.

El texto de Shakespeare es casi exacto al que utiliza Gounod en algunos momentos. En el tema del amor lo reproduce en un noventa y cinco por ciento.

Conviene señalar que Gounod busca la coronación del propio amor como gran valor del ser humano dejando al margen la glorificación de Romeo y Julieta.

‘Hamlet’ (Ópera en cinco actos)

Con libreto de Michel Carré y Jules Barbier, según la obra homónima de William Shakespeare, se estrena en la Ópera de París el 9 de marzo de 1868.

Ambroise Thomas escribió cerca de quince óperas cómicas que pasaron por los escenarios sin pena ni gloria. Fue, primero, con ‘Mignon’ (1866) y, más tarde, con ‘Hamlet’ (1868) cuando consigue sus mejores partituras.

La dramaturgia de Thomas es muy endeble aunque, a cambio, la danza es su gran fortaleza.

La figura de barítono en ‘Hamlet’ (el primero de todos fue Jean-Baptiste Fauré) está sobre las tablas hasta el cuarto acto. Apenas desaparece unos instantes. Por ello, se considera uno de los más importantes y exigentes de la historia. El personaje es muy parecido al que se perfila en la obra de Shakespeare. Musicalmente, el monólogo ser o no ser es brillante y algo distinto a lo que, generalmente, hacía el compositor.

El personaje de Ofelia (soprano) es protagonista de ese cuarto acto y, por supuesto, del ballet. Su discurso en forma de recitativo da paso a un vals de coloratura al que sigue ¡una balada sueca! ‘Hamlet’ es una obra que se desarrolla en Dinamarca. El motivo de la inclusión de esta pieza tiene que ver con el homenaje a una de las primeras Ofelias, Christine Nilsson; sueca, por supuesto.

Una vez muerto el compositor, la ópera dejó de representarse y hubo que esperar más de cien años para volver a ver a ‘Hamlet’ sobre las tablas.

'La prohibición de amar' en el Teatro Real. / Fotografía: Javier del Real
La prohibición de amar (Ópera cómica en dos actos)

‘Das Liebesverbot’. Libreto de Richard Wagner basado en la comedia de William Shakespeare ‘Measure for measure’ (‘Medida por medida’). Estrenada el 29 de marzo de 1836 en el Teatro Municipal de Magdeburgo. Este estreno fue una auténtica pesadilla para el compositor y no volvió a ver una representación de su obra mientras vivió. Es posible que Wagner, con esta partitura, intentase hacerse un hueco más estable y brillante en el mundo de la ópera aunque el plan no resultó.

Se ensayó para su estreno tan solo diez días. El tenor no fue capaz de recordar su papel y aquello se convirtió en un puzle imposible de ordenar.

Compuso la obra como homenaje a la que, más tarde, sería su esposa; se podría decir que ‘Das Liebesverbot’ era un regalo de enamorado; pero, también, estuvo influida por el movimiento antirromántico que nacía en Alemania alrededor de 1830. Este era un movimiento llamado Junges Deutscland (Joven Alemania) que se enfrentaba a la moralidad férrea e injusta de la época y al poder de la iglesia con el fin de abrazar las ideas más progresistas.

En ‘La prohibición de amar’, Wagner contrapone el estilo de vida del sur de Europa a la forma de vida pétrea y falsa del norte, en concreto, de Alemania. Aunque, lo cierto es que no puede evitar ceder ante lo que entiende que es el orden en el amor. La libertad amatoria no es tanta como Wagner quiere esbozar. Sí logra una crítica social, algo templada, que se refiere a la obediencia ciega frente al poder establecido, a la tiranía, la censura o la doble moral instalada y que utilizada dobles varas de medir.

En esta ópera se acerca a la commedia dell’arte alejándose formalmente del modelo francés. Los estereotipos que utilizan forman parte de la comedia bufa más arcaica. Encontramos otra referencia en el cuarto acto a ‘Las bodas de Fígaro’ de Mozart y, naturalmente, una continuidad dramática de ‘Las Hadas’ (el motivo del amor prohibido se carga, ahora, sobre el personaje de Friedrich). En la escena del convento, desde que escuchamos las campanadas hasta el ‘Salve Regina’, se entona el mismo que podemos disfrutar en ‘Tannhäuser’ cuando se ensalza el perdón de los dioses.

Para muchos, ‘La prohibición de amar’ supone un pecado cometido por Wagner. No es así. Entre otras cosas porque Wagner a la italiana tiene su gracia.

‘El sueño de una noche de verano’ (ópera en tres actos)

A ‘Midsummer Night’s Dream’. Libreto basado en la ópera de William Shakespeare. Se estrena el 11 de junio de 1960 en Aldeburgh, Suffolk (Jubilee Hall).

Como se ha dicho, la obra de Shakespeare ya suena en su texto original. Allí encontramos efectos musicales, existen referencias a canciones y formas de música popular.

Aunque hubo quien vio una heroicidad de Britten al escribir una ópera sobre el texto de Shakespeare, no se trataba de nada nuevo, ya se había hecho antes. Eso sí, el resultado fue extraordinario.

Se redujo el texto original y se respetó al máximo lo que quedó. La ópera omite el primer acto por completo.

El plan tonal es claro y preciso. Los registros clásicos (soprano, tenor, mezzosoprano y barítono) se quedan en el territorio de los jóvenes amantes y se acompañan con instrumentos de viento de madera y de arco. Los registros altos quedan para los personajes trascendentales (sopranos adolescentes y coloratura) acompañados de arpas, clavelín, chelos, percusión y celesta. Por último, los artesanos ocupan la zona tonal grave acompañados de vientos de metal y fagot.

Britten incluyó, así, instrumentos distintos a los que eran habituales buscando soluciones para los registros (Oberón, por ejemplo, es un contralto masculino que aporta un toque barroco tan curioso como necesario) y la recreación de un clima mágico y único (el sueño está construido con cuatro acordes básicos de una serie dodecafónica que crece y evoluciona sin pausa).

La conexión entre la obra de Shakespeare y la ópera es absoluta. Y un placer acercarse a estas obras que representan un noviazgo que puede seguir dando de sí por siempre jamás.


 

William Shakespeare ha nutrido con sus obras a muchos compositores que quedaron prendados por su literatura. Y no son precisamente los músicos menores los que eligieron a Shakespeare para crear sus propias obras. En ópera la lista es imponente: Verdi, Wagner, Purcell, Storace, Rossini, Gounod o Britten, son solo un ejemplo del ascendente del escritor.

Son muchas las óperas que se compusieron sobre la base de una obra de William Shakespeare. No sorprende que así sea puesto que sus tragedias, sus poemas o sus comedias, encierran buena parte de la esencia del ser humano y, por tanto, sus reacciones, sus pasiones, sus debilidades, sus zonas oscuras... No hay mejor material para representar la realidad sobre un escenario. Los compositores lo han sabido siempre y han acudido a los textos del Bardo de Avon una y otra vez.

Uno de los que más y mejor adaptó los textos de Shakespeare para convertirlos en óperas grandiosas fue Giuseppe Verdi.

Placido Domingo en una representación de 'Macbeth' en el Teatro Real de Madrid /.Fotografía de Javier del Real

'Macbeth' (ópera en cuatro actos)

Con libreto de Francesco Maria Piave se estrena en el Teatro Della Pergola (Florencia, 1847). Verdi sigue el argumento de Shakespeare casi por completo aunque quedan suprimidos algunos personajes secundarios y algunas situaciones no se rematan argumentalmente. Las tres brujas que aparecen en el texto original se convierten en un coro completo en la obra de Verdi.

El compositor quiso afrontar la obra de Shakespeare con ciertas garantías y un enorme respeto por el autor. 'Macbeth', fue el primer encuentro entre los textos de uno y la música del otro. Y hay aspectos en la ópera que nos invitan a pensar que ese deseo de tratar los textos con mimo llevó a Verdi a transitar caminos nuevos para él hasta ese momento. Por ejemplo, los giros armónicos que eran desconocidos en las óperas de Verdi, el uso de un oscurísimo tono de fondo que en esa época era muy criticado por ser menor o las nuevas tonalidades, eran intentos de no maltratar una obra tan importante como 'Macbeth'. Por otra parte, algunas escenas se estructuran en su totalidad desde vértices inusuales. Por ejemplo, cuando el rey entra en el castillo de su vasallo lo hace sin cantar, no hay palabras, solo una tranquila y preciosa música de marcha. El rey Duncan morirá en ese castillo posteriormente.

Cuando se estrenó la ópera, los aficionados y los expertos se echaban las manos a la cabeza: ¡aquello era una opera senz’ amore! Verdi se arrimaba a la esencia del trabajo de Shakespeare. Sobre las tablas mandaban la sicología, la estructura íntima de los personajes. Y, además, musicalmente eso se dejaba notar con claridad para conseguir una emoción nueva en la época: recitativos amplísimos, fórmulas musicales que amplifican todo tipo de emociones, melodía característica con lugar de importancia, al mismo tiempo en la obertura, que convierte en símbolo para hablar de aspectos íntimos del personaje al que alude. Todo esto tiene que ver con sonambulismo, con las sensaciones tras el asesinato, con la brujería (las brujas son una especie de tercer personaje principal a la que Verdi le da tres voces con tintes agudos y casi grotescos que hacen pensar en el mismísimo diablo). Destaca la importancia del coro (comienzo del cuarto acto) en la que el pueblo expresa el sufrimiento al que se ven sometidos. No podemos olvidar que Verdi compone 'Macbeth' en pleno Risorgimento y, seguramente, sintió la necesidad de otorgar un papel de importancia al pueblo.

Si hay que elegir un Macbeth, tal vez la grabación de RCA con Leornard Warren, Leonie Rysanek y Carlo Bergonzi, bajo la dirección de Erich Leinsdorf, sea una excelente candidata.

Representación de 'Otello' en el Teatro Real de Madrid. / Fotografía de Javier del Real
'Otello' (Drama lírico en cuatro actos)

Con libreto de Arrigo Boito, basado en 'The Tragedy of Otello, the moor of Venice' de William Shakespeare, se estrenó en La Scala de Milán, en 1887.

Verdi omite el primer acto del texto original y centra toda la acción en Chipre, una vez que Otello y su esposa viajan allí.

Esta es una enorme y majestuosa obra dramática. El papel de Otello es uno de esos a los que los tenores se enfrentan sabiendo que se encuentran frente a un reto de dimensiones colosales.

Si quieren escuchar una grabación que merezca la pena, no lo duden: RCA. Jon Vickers, Leonie Rysanek y Tito Gobbi (Otello, Desdémona, Iago, respectivamente). Dirección de Tullio Serafín.

Verdi se interesó especialmente por el personaje de Iago, pero, finalmente, entendió que era Otello el que movía toda la dramaturgia desplegada en esta obra por Shakespeare.

Es curioso comprobar cómo la partitura se tiñe con la sicología de los personajes. El brindis de Iago que lleva a la embriaguez de Cassio se desarrolla entre una irregularidad musical que hace pensar en esa mezcla de ideas, en esa borrachera que todo lo confunde. Por supuesto, el famosísimo credo de Iago (saltos en los intervalos, brutales unisoni...) es otra muestra de esto que digo.

Otello llena el escenario de ironía, locura, celos desesperados. Es el personaje que va de lo heroico a lo más siniestro. Y la partitura acompaña ese cambio de forma maravillosa. Hay que decir que el mejor Otello de todos los tiempos ha sido Plácido Domingo. Nadie ha sabido interpretar esa evolución del personaje como él.

Desdémona se construye desde una elegancia que ningún otro personaje femenino de Verdi ha podido acumular. Magnífica esa construcción desde instrumentos de madera y música de cámara durante el diálogo con Emilia y la conclusión con la versión libre del Ave María (en el texto original no aparece oración alguna y la escena se produce en distintos momentos).

Por supuesto las escenas en las que Otello y Desdémona aparecen juntos son fundamentales y su belleza es incomparable. El ejemplo más característico es el que vemos al final del primer acto. La felicidad inunda el escenario a través de cambios tonales, una armonía que varía de forma atrevida y un conjunto que hace del dúo una explosión de color musical.

'Falstaff' en la temporada 18/19 en el Teatro Real de Madrid. / Fotografía de Javier del Real
'Falstaff' (Comedia lírica en tres actos)

Otro libreto de Arrigo Boito basado en obras de Shakespeare ('Las alegres comadres de Windsor' y 'El rey Enrique IV'). La ópera se estrenó el nueve de febrero de 1893 en La Scala de Milán.

Verdi tendió a simplificar la trama y utilizó menos personajes de los que aparecen en los originales.

Sir John Falstaff intenta seducir a dos damas casadas y al mismo tiempo. Los maridos le pondrán en ridículo de forma pública. Este sería un resumen minimalista de la trama.

Verdi escribió más de veinte tragedias de éxito. Y con más de 70 años se animó con una comedia. Fue inesperado por completo. Poco antes del estreno de 'Falstaff', La Gazetta Musicale había publicado unas declaraciones de Rossini en las que este afirmaba que no veía capaz a Verdi de componer una ópera semi seria y mucho menos una bufa.

Arrigo Boito trabajó con inteligencia y escapó de un libreto fácil. Es evidente que el texto original de 'Las alegres comadres de Windsor' no es el mejor del autor y encierra cierto peligro. Boito centra la acción en el imbroglio del final del acto II. Huía, así, de la búsqueda de situaciones grotescas que eliminaban todo tipo de posibilidad de hacer una ópera que mereciese la pena. Todo lo que funcionaba en teatro, pero era irrelevante en una ópera, lo eliminó sin problemas. Además, recurrió a 'El rey Enrique IV' para dar cierta profundidad a los personajes El monólogo del honor de Falstaff procede de esta obra, por ejemplo; y son los que evitan que el personaje se convierta en una irrisión. El amor es pieza clave, también, en la obra. Y, si bien sigue instalado en una zona cómica se consigue que se presente ante el público como algo alejado de la guasa. La poesía se apodera de la trama. Incluso cuando la magia y la fantasía entran en escena es la lírica lo que ordena el universo dibujado por Verdi.

Esta es la obra en la que el compositor dejó claro que su música era primorosa. Ya lo sabía el mundo entero, pero con esta demostración cualquier duda quedaba disipada. Las pequeñas formas encadenadas sustituyen a las arias; los personajes enormes son eliminados y lo que tenemos son secundarios que se alzan con fuerza para que destaquen sus características; la música es la propia de una gran orquesta de salón y sus solistas en la que los alardes son constantes.

No se me ocurre un matrimonio mejor entre dramaturgo y compositor que este entre Verdi y Shakespeare.

Pero hay más y muy bien avenidos.

G. Ramírez



Gene Krupa

Baterista. Su música evocaba los primeros tiempos de la música en Nueva Orleans. Era un intérprete espectacular aunque se alejaba de los fundamentos de la música jazz. Cargaba toda su fuerza musical en la parte fuerte de los ritmos cuando, ya el resto de percusionistas, intentaban un acento sólido en los débiles y utilizar los fuertes para conseguir el swing necesario. Tampoco quiso saber nada de un instrumento como el suyo que estuviera fuera del ritmo base y de los cambios rítmicos que iban experimentándose y que convertían el platillo ride en centro rítmico.

A pesar de su larga carrera como músico, su fama se vio truncada por la detención que sufrió y por la que fue acusado de posesión de drogas. El tiempo que trabajó con Goodman marcó, definitivamente, lo que representaría el sonido de la batería en una big band.

Teddy Wilson

Pianista. Acompañó a Benny Goodman y a Krupa en la formación de un pequeño grupo antes del éxito de Palomar Ballroom al margen de su orquesta. Aunque Wilson se arrimaba mucho al estilo Stride de Harlem, su música quedaba descargaba de todo aquello que no aportara profundidad. Le gustaba más dejar por debajo de la partitura que decir con claridad o adornando las frases. La armonía del combo que formaron Goodman, Krupa y Wilson, se veía reforzada con el sonido del piano de este último. La brillantez de la mano izquierda y la fortaleza de la derecha, constituían todo lo necesario para que los instrumentos que faltaban no se tuvieran que echar en falta. Aunque Wilson es considerado uno de los mejores pianistas de aquella generación, hacía una música algo previsible puesto que abusaba más de la cuenta del uso de escalas al estilo de Art Tatum. Una contradicción con el concepto de la música que proponía.


G. Ramírez

Benny Goodman

Con la radio llegó la época de las grandes estrellas. Y con las grandes estrellas de la música aparecieron los managers. Si en algo hay dinero alguien tiene que saber gestionarlo. Todo evolucionaba a gran velocidad, incluida la pobreza de una población que necesitaba anclajes a una felicidad que se perdía por momentos.

Con la radio llegó una forma de escuchar jazz muy diferente. Las cadenas y los managers eran los que elegían qué se escuchaba y cuándo. Con este escenario dibujado, apareció el que sería el rey incontestable de la época en la que el jazz fue más popular que nunca: Benny Goodman; un músico que logró establecer el papel del clarinete dentro del jazz (aunque grandes músicos lo habían perfilado, Goodman extendió la esencia musical del instrumento definitivamente), un músico que logró un nivel como director de orquesta irreprochable y que fue capaz de atreverse con lo que otros no habían querido enfrentarse ni de lejos. Los nuevos sonidos bop, las bandas mixtas formadas por músicos blancos y negros, se convertirían en algo normal a la misma velocidad a la que Goodman conquistaba su fama o lograba mantenerla intacta.

La época de la Gran Depresión norteamericana no perdonó a nada ni a nadie. La industria musical se vino abajo. Dejaron de venderse nueve de cada diez discos. Todo estaba cambiando a gran velocidad. Y, para ganarse la vida, los músicos se concentraban en las big bands, que antes eran un lujo y, ahora, una ganga.

Benny Goodman nació el 30 de mayo de 1909. Hijo de inmigrantes europeos, vivió en uno de los lugares de Chicago más violentos y conflictivos: Maxwell Street. Su padre, que había decidido intentar dar salida al futuro de sus hijos a través de la música, hizo que Benny y alguno de sus hermanos, se incorporasen a la banda de la sinagoga del barrio. Como Benny era pequeño, le entregaron un instrumento manejable, un clarinete. Pronto destacó y, siempre, quiso ir más allá; sus ganas de triunfar no tenían límite.

Con catorce años conoció a Bix Beiderbecke. Llegó a tocar con él. Si nos fijamos en la música de Goodman, en la que practicó durante toda su carrera, encontramos algunas cosas que, posiblemente, arrastró de ese encuentro. Fortaleza marcando los tiempos más sólidos al frasear, rupturas que le llevaban de intervalo en intervalo con gran facilidad, un sonido agradable que llegaba de un swing impecable.

Escuchó, siendo muy joven, a los grandes maestros. Paul Whiteman, Ellington o Henderson, con el que trabajaría tiempo después. Buscaba un hueco que parecía imposible en plena etapa de depresión. Y, para encontrarlo, una figura fue fundamental en la carrera de Goodman: John Hammond. La unión de músico y manager fructificó con las grabaciones de algunos discos en los que intervinieron algunos de los mejores músicos del mundo.

Pero la radio era la clave. Y la NBC ofreció a Goodman la oportunidad de participar en un programa llamado 'Let’s dance', que tenía una duración de tres horas y llegaba a buena parte de país. Goodman, por supuesto, acepto el ofrecimiento. Para algo tan importante, él sabía que necesitaba fichar a los mejores músicos que estuvieran a su alcance. Helen Ward, cantante que no utilizaba adornos estilísticos, de voz dulce y natural; Bunny Beringan, trompetista capaz de servir de contrapunto al clarinete de Goodman; y Flectcher Henderson como arreglista ('Blue skies' o 'Sometimes I’m happy' son un par de temas que sirven de muestra para que podamos hacernos una idea de lo colosal de la colaboración); el pianista Jess Stacy; los guitarristas George Van Eps y Alan Reuss; el baterista Gene Krupa. Y con los nuevos fichajes (fueron muchos más aunque no tan representativos) y la tendencia de Goodman hacia la música más hot que, sin duda, Henderson arrastraba con él, Goodman comenzó el camino que le llevaría a ser un músico de masas; un camino que los músicos negros tenían mucho más difícil. Las diferencias racistas eran muy acusadas.

Benny Goodman

El programa radiofónico se retiró de antena antes de cumplir siete meses, esto fue en mayo de 1935. Pero Goodman ya había aprovechado el gran tirón de público que le habían proporcionado las ondas. Con la discográfica Victor había grabado importantes éxitos y su acercamiento al estilo más hot era una realidad. Esta asimilación del estilo bajo la influencia de Henderson, a decir verdad, le causaría algunos problemas en su gran gira por el país durante ese año. No todos entendieron lo que proponían Goodman y su banda. Sin embargo, al llegar al sur de California, concretamente en su concierto en el Palomar Ballroom, todo problema se diluyó y el gran éxito llegaba de forma sorprendente. Miles de personas querían escuchar en directo ese swing que marcaría diez años de la historia de un país en problemas.

G. Ramírez

Bobo Stenson. / Fotografía: Elvira Megías
Las grandes ciudades son incómodas, asfixiantes, hostiles muchas veces y una especie de cárcel de la que resulta casi imposible escapar. Algunas de esas ciudades suman la virtud de ser preciosas. Y muy pocas son capaces de entregar, a cambio de una vida tan incómoda, una oferta cultural amena, variada y de enorme calidad. Madrid es una villa preciosa y ofrece un catálogo de actividades culturales amplio y atractivo. Madrid es mucho Madrid.

Una de las entidades que permite a los madrileños, y a los visitantes de la ciudad, el acceso a conciertos extraordinarios es el Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) que, esta vez, tenía programada la asistencia sobre las tablas del Bobo Stenson Trio (dentro de su ciclo ‘Jazz en el Auditorio’), una formación en la que se unen los talentos del propio Bobo Stenson al piano, Anders Jormin con el contrabajo y Jon Fält en la batería, tres músicos excelentes que disfrutan haciendo música, haciendo buen jazz mientras experimentan con los sonidos improbables que arrancan a sus instrumentos; este trio es capaz de unir fraseos cambiantes y exclusivos, armonías largas y soportadas por la intuición de uno de los músicos, e interpretaciones monumentales de cada uno de los instrumentistas. 

Repasaban su trabajo ‘Sphere’, un disco publicado en 2023 y lo hacían creando un clima tranquilo, reflexivo; a veces, casi de otro mundo. Todo en el auditorio de Madrid se iba tiñendo de minimalismo, de importancia que reposaba en las pequeñas cosas. Y, mientras Stenson y Jormin lograban sonidos limpios y contrapunto llegada desde la batería para perfilar esas figuras que iban completando un dibujo muy interesante.

Anders Jormin con el contrabajo y Jon Fält en la batería. / Fotografía: Elvira Megías

Bobo Stenson es uno de esos pianistas que buscan un continuo con la mano izquierda y va dando una mano de color a las notas que salen de la derecha. La madurez de este músico le permite improvisar con las ideas claras para encontrar el camino que le lleve a expresar eso que apunta desde la primera corchea y que se encuentra en lugares desconocidos hasta un instante antes. Por su parte, Anders Jormin hizo un concierto espectacular, fijó la base rítmica sin equivocar una sola nota (creo yo que si quisiera hacerlo no sabría). Y Jon Fält, como es habitual, parece tener un espectáculo paralelo al margen de la música con extraños gestos, o lanzamiento de sus instrumentos y de las baquetas por el escenario. Además, imprime un carácter único a cada uno de los temas interpretados y es muy de agradecer su presencia sobre las tablas.

Arrancaba el concierto con ‘Spring’ (Sven-Erik Bäck), un tema que ya dejaba claras las intenciones de los componentes del trío. Tranquilidad, belleza, pequeñez y silencios preciosos. Ay, lo importante que es un silencio casi imperceptible. Destacó ‘Ky and beautiful madame Ky’ (Alfred Janson). En general, los temas eran muy homogéneos en la interpretación y formaban un bloque compacto y solvente.

Excelente concierto.

El ciclo ‘Jazz en el Auditorio’ es un clásico en la oferta cultural de Madrid y el número de aciertos coincide con el de conciertos. El de Bobo Stenson Trio es uno más.

Al caer la noche, incluso las ciudades más incómodas parecen conceder una tregua a los ciudadanos que pueden levantar el pie de un acelerador vital a punto de romperse cada día. Después de un concierto como del que se pudo disfrutar en el Auditorio Nacional de Madrid, el paseo hasta casa se hizo mucho más agradable. Y el silencio.

G. Ramírez

Bobo Stenson Trio. / Fotografía: Elvira Megías


Fotografía: Elena del Real

La primavera ha puesto perdida la ciudad de polen y, también, de chispa, color y una alegría infinita que altera a todos y cada uno de los paseantes de la ciudad. La primavera se ha instalado en mayo definitivamente, sin dejar ya hueco a otra cosa que no sea una luz cálida que se deja caer sobre los edificios como si de un inmenso mantón de manila se tratase.

Y es tiempo de asistir a una de las zarzuelas más famosa, preciosa y divertida de la historia. El Teatro de la Zarzuela ha estrenado ‘La verbena de la Paloma’ acompañada de una pieza (prólogo cómico–lírico en un acto y un soneto), ‘Adiós, Apolo’, que ha resultado ser un previo fantástico que se adapta más que bien a la obra firmada por Tomás Bretón (partitura) y Ricardo de la Vega (libreto).

Lo mejor es decir las cosas lo antes posible: el estreno ha sido una fiesta y el público ha disfrutado de lo lindo. Enorme y larga ovación final para todos los cantantes y bailarines que compartieron los aplausos con el equipo técnico y musical.

Un momento de la representación de 'Adiós, Apolo'. / Fotografía: Elena del Real

Álvaro Tato ha escrito el texto del prólogo con acierto y gracia. En la representación de la pieza se interpretan piezas muy conocidas del propio Bretón, de Guerrero o de Chueca entre otros (‘La verbena de la Paloma’, ‘El sobre verde’, ‘La Gran Vía’ o ‘El bateo’, por ejemplo). La pieza es un claro homenaje al Teatro del Apolo (allí se estrenó ‘La verbena de la Paloma’ que sonaría más tarde la noche del cierre del teatro que se destruiría en 1929 para ser sede bancaria posteriormente. Era un teatro de 2000 localidades aproximadamente y un clásico en la vida madrileña de la época; un establecimiento que nos hace recordar ese ‘teatro por horas’ que convirtió en algo cercano y popular lo que había sido exclusivo de las clases más pudientes de la sociedad; y es que representar cuatro funciones cortas diarias de una o distintas obras hacía que el precio pudiera ser menor); cuenta Tato esa última noche en la que la compañía trata de ultimar detalles antes de la función. Divertido, ágil, vistoso y muy adecuado. Mucho mejor que los intentos fallidos de los últimos años en diversas obras del ‘género chico’. Resulta entrañable, de verdad.

Y tras el prólogo, ‘La verbena de la Paloma’ (obra que se llamó inicialmente ‘La verbena de la Paloma o El boticario y las chulapas y Los celos mal reprimidos’, título que avisa de todos los asuntos que se tratan en esta zarzuela).

La obra de Tomás Bretón es de ese autor por los pelos. Ruperto Chapí era el músico al que se había encargado el trabajo, pero Chapí abandonó el proyecto al sentirse maltratado por los empresarios del Teatro del Apolo; Chapí decía que se programaban poco sus obras. Ricardo de la Vega, el libretista (uno de los mejores escritores del momento), se encontró con Bretón y le propuso, a la desesperada, que se hiciera cargo de la partitura. Y Bretón accedió. En tres semanas tenía listo el trabajo que, sin que él lo pudiera imaginar, le marcaría para siempre. Tomás Bretón pasó a ser el autor de ‘La verbena de la Paloma’, algo injusto puesto que su obra es extensa, intensa y sobresaliente.

Se trata de un sainete costumbrista lleno de matices, de momentos chispeantes, de situaciones divertidas, de colores que convierten la obra en poliédrica. Los recursos musicales que se utilizan son múltiples (desde escalas armónicas enormes hasta leitmotivs que anuncian lo que va a pasar y cómo un personaje concreto seguirá moviéndose por el escenario) los perfiles de los personajes se dibujan con trazo fino gracias a ello. Y por si era poco, incluye la habanera más famosa de la zarzuela (¿Dónde vas con mantón de Manila? ¿Dónde vas con vestido chiné?...).

Antonio Comas acompañado por dos bailarines. / Fotografía: Elena del Real

La dirección musical de José Miguel Pérez–Sierra logró arrancar a la Orquesta de la Comunidad de Madrid (titular del Teatro de la Zarzuela) lo mejor que lleva dentro. Se acompañó a los cantantes con mimo y se buscó que el arco dramático de cada actor se pudiera desplegar de forma precisa. José Miguel Pérez–Sierra lee muy bien la partitura y busca matices más que interesantes.

La directora de escena y coreógrafa, Nuria Castejón, logra el objetivo y todo se desarrolla con suavidad, sin empujones, respetando la obra y lo que significa cada elemento (por ejemplo, la coreografía con la que se abre la obra es un homenaje al mantón estéticamente precioso y lleno de armonía). La escenografía de Nicolás Boni es sencilla, funcional y facilita la comprensión de lo que sucede; con cuatro cosas logra efectos estupendos. Y el vestuario de Gabriela Salaverri es muy, muy, bonito.

El coro cumple de maravilla; Borja Quiza (Julián) muy bien; Antonio Comas (Don Hilarión) decidido, eficaz y la mar de divertido; y el resto de los cantantes muy bien en general. La ‘Tía Antonia’ de Gurutze Beitia encanta por su grosería tan desbocada como cómica. Y quiero destacar a Ana San Martín (Casta) por si simpatía y su presencia sobre las tablas (y con un papel tan corto como el suyo es difícil).

Por cierto, los bailarines lo hacen fácil y bonito. Otro de los enormes aciertos de la producción.

Y todo esto con la primavera haciendo que la sangre fluya con ardor y se mezcle en los corazones; y todo esto bajo un cálido mantón de Manila.

G. Ramírez

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