‘El Potosí Submarino’: La zarzuela que resucita el esperpento eterno de España

by - noviembre 20, 2025


Más de siglo y medio después de su estreno original, ‘El Potosí Submarino’ vuelve a la vida en el Teatro de la Zarzuela en una producción que no se conforma con desempolvar una rareza del repertorio. En lugar de intentar petrificarla como pieza de museo, Rafael R. Villalobos la traslada a la España de 1993 —“el año de la resaca”, según dice el programa de mano— y la convierte en un espejo distorsionado pero reconocible donde se reflejan los excesos, delirios, ambiciones y miserias del país. Bajo la batuta de Iván López Reynoso, esta zarzuela cómico-fantástica de Arrieta y García Santisteban se transforma en un espectáculo irreverente, excesivo, descarado y sorprendentemente actual.

La intención del maestro Villalobos queda clara desde el primer instante: recuperar el espíritu satírico de los Bufos Arderíus —auténticos agitadores de 1870— y traerlo al lenguaje, al humor y a la estética de finales del siglo XX. El resultado es una versión llena de referencias culturales, políticas y mediáticas que enmarcan la obra en un momento histórico donde España oscilaba entre el ideal de modernidad europea y la resaca moral de la corrupción, el pelotazo y el espectáculo televisivo. Y lo más llamativo es que, pese a tratarse de los noventa, todo suena profundamente cercano a 2025.

Una trama de codicia que nunca pasa de moda

La historia gira en torno a Misisipí, un estafador de manual que promete riquezas submarinas imposibles. Convence a media sociedad de invertir en un proyecto inexistente mientras seduce, manipula y embauca con un descaro fascinante. El público comprende desde el inicio que todo es un timo; los personajes tardan bastante más. Esa mezcla de ingenuidad colectiva y ambición desmedida es el corazón de la obra.

En esta versión, el retrato social adquiere tonos de tragicomedia acelerada: empresarios ingenuos, políticos oportunistas, inversores que escuchan solo lo que quieren oír, vedettes que conocen los secretos de todos, y un Cardona que, como líder indignado de los accionistas engañados, intenta rebelarse cuando la mentira ya es demasiado grande para ignorarla. A su alrededor orbitan personajes tan pintorescos como el dueño de una cervecera Pale Ale —símbolo de esa España donde cualquiera se convertía de repente en experto financiero— y un enjambre de figurantes que representan a un país entregado al autoengaño.

España, 1993: un país que se miraba en la tele

Villalobos inserta la acción en un universo saturado de referencias pop que el público reconoce con carcajadas: Rafaela Carrá, Alaska, Mario Conde, Bárbara Rey, el Rey Juan Carlos, Nueva Rumasa, Isabel Preysler, Miguel Bosé… No son menciones gratuitas, sino puntales que reconstruyen un imaginario colectivo donde la política, la prensa del corazón, el dinero fácil y la frivolidad convivían sin disimulo.

La vedette inspirada en Bárbara Rey, vestida de blanco nuclear y convertida en confidente de millonarios y políticos, actúa como una especie de “hemeroteca humana” del país. Las otras dos vedettes, que funcionan casi como prostitutas del bar donde se cruzan los chismes más jugosos, añaden picante, humor y un aire de cabaret decadente que encaja perfectamente con la estética noventera.

La sensación es la de asistir a una zarzuela que se nutre, sin pudor alguno, de la televisión de la época: del morbo, del escándalo, del brillo exagerado y de esa mezcla española de cinismo, glamour y miseria.

Personajes desconcertantes: cuando el exceso devora la coherencia

Uno de los comentarios más repetidos entre los espectadores durante los entreactos era que algunas escenas resultaban difíciles de seguir. La producción abraza el caos narrativo como parte de su identidad, pero eso deja a veces agujeros de comprensión que desconciertan.

El caso más destacable es el del joven “niño bien”, ese chico con polo claro, jersey atado al cuello y porte de pijo con pedigree. Empieza como un pardillo amable, educado e ingenuo, pero sin explicación transicional se convierte en un cabaretero desatado, en tacones, maquillado, semidesnudo, con enormes collares de perlas y actitud provocadora. Es un giro divertido y muy celebrado, pero tan abrupto que parece un sketch incrustado, más que un arco dramático.

Algo parecido sucede con otros personajes secundarios que aparecen y desaparecen sin razón aparente, o con escenas que parecen diseñadas para la estética antes que para la comprensión. El resultado es un espectáculo dinámico, vibrante y lleno de sorpresas, pero también irregular en claridad.

Escenografía: del exceso visual a los cimientos rotos

Mucho del encanto de esta producción reside en su escenografía híbrida, construida en un cincuenta por ciento con materiales reutilizados del propio teatro. Es una decisión estética y ética: una obra sobre la especulación y el derroche exhibe, paradójicamente, un compromiso con la sostenibilidad y el reciclaje. Y funciona.

Los ambientes se mueven entre despachos académicos, bares de mala muerte, salones ostentosos, escenarios cabareteros y un telón de neón colosal donde la palabra POTOSÍ aparece en letras blancas y frías, como anuncio de una mentira luminosa.

La imagen final, con columnas derribadas, estructuras rotas y el escenario convertido en un paisaje de ruinas modernas, es especialmente potente. Pareciera decir: todo esto —la política, la economía, el país, la sociedad— siempre ha estado construido sobre pilares resquebrajados.

El paralelismo con el presente: España, siempre España

Lo más inquietante de esta versión no es su ambientación noventera, sino que parece hablar directamente de hoy. La crítica social es tan afilada y tan reconocible que cuesta no mirarse en el espejo.

Fraudes financieros, líderes carismáticos que venden humo, ciudadanos que prefieren creer una fantasía antes que enfrentarse a la realidad, élites que se enriquecen sin pudor mientras otros trabajan… todo resuena demasiado.

La ironía se completa al salir del Teatro de la Zarzuela: basta caminar unos metros hacia la derecha para encontrarse con el Congreso de los Diputados, donde cada semana se escenifica un circo no tan distinto al que se ve en escena. Y da igual si la pista está pintada de azul o de rojo: siempre acaban lucrándose los mismos de siempre, mientras el público —nosotros— aplaudimos, nos indignamos o hacemos como que no vemos.

Esta paralela tan evidente no convierte la obra en panfleto; al contrario: Villalobos evita la moralina y elige la sátira, la carcajada, el exceso y la metáfora. Y ahí reside su fuerza.

El nivel vocal: la verdadera joya de la producción

Si algo brilla con absoluta rotundidad en ‘El Potosí Submarino’ es su nivel vocal excepcional. Más allá de la estética, de los guiños, de la narrativa fragmentada o de las licencias escénicas, la grandeza de este montaje se sostiene en el escenario gracias a intérpretes extraordinarios.

Misisipí, el estafador protagonista, ofrece una presencia vocal arrolladora. Su voz llena la sala con potencia y elegancia, aportando profundidad teatral a un personaje que podría quedarse en caricatura si no fuera por la magnificencia con la que lo canta.

La intérprete inspirada en Bárbara Rey es un auténtico descubrimiento: voz cálida, brillante, flexible, con un dominio técnico que le permite alternar sensualidad, comicidad y lirismo sin perder coherencia.

Cardona, el indignado líder de los accionistas, destaca por su firmeza vocal, su fraseo controlado y su capacidad para navegar entre lo bufo y lo heroico. Ofrece uno de los mayores momentos de autoridad musical.

Y Celia, la hija del dueño de la cervecera Pale Ale, es sencillamente una joya: claridad tímbrica, línea impecable, afinación cristalina. Cada intervención suya aporta un equilibrio exquisito entre dulzura y solvencia escénica.

La orquesta, dirigida por López Reynoso, está soberbia: ágil, luminosa, limpia y con un fraseo fresco que respeta a Arrieta sin fosilizarlo. El coro, por su parte, es un motor escénico impresionante. Juntos forman una base musical tan sólida que permite al espectáculo arriesgar visual y teatralmente sin perder calidad.

Un público dividido, como era de esperar

El estreno dejó patente que esta producción no deja indiferente a nadie. Hubo carcajadas constantes, aplausos entusiastas, murmullos de reconocimiento ante las referencias pop… pero también incomodidad entre los espectadores más puristas, aquellos que quizá esperaban encajes, abanicos, mantones y decorados decimonónicos.

En su lugar, encontraron travestis, neones, cabaret queer, sátira política y un estallido visual que rompe cualquier idea preconcebida de lo que “debería” ser una zarzuela. Pero la zarzuela, desde sus orígenes, ha sido justamente esto: sátira, burla, crítica social, costumbrismo exagerado y una buena dosis de provocación.

En cierto modo, Villalobos devuelve la zarzuela a su esencia más pura, aunque el envoltorio resulte moderno.

Conclusión: una zarzuela necesaria para un país que nunca aprende

‘El Potosí Submarino’ es un espectáculo imperfecto, arriesgado, excesivo, a ratos desconcertante, y precisamente por ello vivo. Sus personajes pueden despistar, su narrativa puede flaquear en claridad, algunas escenas pueden parecer caprichosas, pero su energía, su sátira feroz, su humor desvergonzado y su lucidez crítica lo convierten en una experiencia teatral poderosa.

La obra resucita el espíritu bufo del siglo XIX y lo mezcla con el circo mediático y político de los noventa para recordarnos que España, por mucho que cambie de decorado, sigue siendo la misma función: un país que tropieza una y otra vez en su propia soberbia, en su fascinación por el dinero fácil y en su incapacidad de aprender de los engaños.

Y, sin embargo, también un país que sabe reírse de sí mismo.

Entre los neones, los cabarets, las vedettes, los estafadores y los accionistas indignados, El Potosí Submarino demuestra que la zarzuela puede seguir siendo un género capaz de incomodar, divertir, interpelar y —sobre todo— reflejar. Su fuerza está en esa mezcla de irreverencia y verdad incómoda.

Y cuando, al final, el escenario queda convertido en ruinas, queda claro que el naufragio que denuncia la obra no es solo el del fondo del mar… sino el de un país entero que sigue buscando un “Potosí” que nunca existió.

María Sanz Sauco


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