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Dos minutos, cuarenta segundos y una trompeta


Más de siglo y medio después de su estreno original, ‘El Potosí Submarino’ vuelve a la vida en el Teatro de la Zarzuela en una producción que no se conforma con desempolvar una rareza del repertorio. En lugar de intentar petrificarla como pieza de museo, Rafael R. Villalobos la traslada a la España de 1993 —“el año de la resaca”, según dice el programa de mano— y la convierte en un espejo distorsionado pero reconocible donde se reflejan los excesos, delirios, ambiciones y miserias del país. Bajo la batuta de Iván López Reynoso, esta zarzuela cómico-fantástica de Arrieta y García Santisteban se transforma en un espectáculo irreverente, excesivo, descarado y sorprendentemente actual.

La intención del maestro Villalobos queda clara desde el primer instante: recuperar el espíritu satírico de los Bufos Arderíus —auténticos agitadores de 1870— y traerlo al lenguaje, al humor y a la estética de finales del siglo XX. El resultado es una versión llena de referencias culturales, políticas y mediáticas que enmarcan la obra en un momento histórico donde España oscilaba entre el ideal de modernidad europea y la resaca moral de la corrupción, el pelotazo y el espectáculo televisivo. Y lo más llamativo es que, pese a tratarse de los noventa, todo suena profundamente cercano a 2025.

Una trama de codicia que nunca pasa de moda

La historia gira en torno a Misisipí, un estafador de manual que promete riquezas submarinas imposibles. Convence a media sociedad de invertir en un proyecto inexistente mientras seduce, manipula y embauca con un descaro fascinante. El público comprende desde el inicio que todo es un timo; los personajes tardan bastante más. Esa mezcla de ingenuidad colectiva y ambición desmedida es el corazón de la obra.

En esta versión, el retrato social adquiere tonos de tragicomedia acelerada: empresarios ingenuos, políticos oportunistas, inversores que escuchan solo lo que quieren oír, vedettes que conocen los secretos de todos, y un Cardona que, como líder indignado de los accionistas engañados, intenta rebelarse cuando la mentira ya es demasiado grande para ignorarla. A su alrededor orbitan personajes tan pintorescos como el dueño de una cervecera Pale Ale —símbolo de esa España donde cualquiera se convertía de repente en experto financiero— y un enjambre de figurantes que representan a un país entregado al autoengaño.

España, 1993: un país que se miraba en la tele

Villalobos inserta la acción en un universo saturado de referencias pop que el público reconoce con carcajadas: Rafaela Carrá, Alaska, Mario Conde, Bárbara Rey, el Rey Juan Carlos, Nueva Rumasa, Isabel Preysler, Miguel Bosé… No son menciones gratuitas, sino puntales que reconstruyen un imaginario colectivo donde la política, la prensa del corazón, el dinero fácil y la frivolidad convivían sin disimulo.

La vedette inspirada en Bárbara Rey, vestida de blanco nuclear y convertida en confidente de millonarios y políticos, actúa como una especie de “hemeroteca humana” del país. Las otras dos vedettes, que funcionan casi como prostitutas del bar donde se cruzan los chismes más jugosos, añaden picante, humor y un aire de cabaret decadente que encaja perfectamente con la estética noventera.

La sensación es la de asistir a una zarzuela que se nutre, sin pudor alguno, de la televisión de la época: del morbo, del escándalo, del brillo exagerado y de esa mezcla española de cinismo, glamour y miseria.

Personajes desconcertantes: cuando el exceso devora la coherencia

Uno de los comentarios más repetidos entre los espectadores durante los entreactos era que algunas escenas resultaban difíciles de seguir. La producción abraza el caos narrativo como parte de su identidad, pero eso deja a veces agujeros de comprensión que desconciertan.

El caso más destacable es el del joven “niño bien”, ese chico con polo claro, jersey atado al cuello y porte de pijo con pedigree. Empieza como un pardillo amable, educado e ingenuo, pero sin explicación transicional se convierte en un cabaretero desatado, en tacones, maquillado, semidesnudo, con enormes collares de perlas y actitud provocadora. Es un giro divertido y muy celebrado, pero tan abrupto que parece un sketch incrustado, más que un arco dramático.

Algo parecido sucede con otros personajes secundarios que aparecen y desaparecen sin razón aparente, o con escenas que parecen diseñadas para la estética antes que para la comprensión. El resultado es un espectáculo dinámico, vibrante y lleno de sorpresas, pero también irregular en claridad.

Escenografía: del exceso visual a los cimientos rotos

Mucho del encanto de esta producción reside en su escenografía híbrida, construida en un cincuenta por ciento con materiales reutilizados del propio teatro. Es una decisión estética y ética: una obra sobre la especulación y el derroche exhibe, paradójicamente, un compromiso con la sostenibilidad y el reciclaje. Y funciona.

Los ambientes se mueven entre despachos académicos, bares de mala muerte, salones ostentosos, escenarios cabareteros y un telón de neón colosal donde la palabra POTOSÍ aparece en letras blancas y frías, como anuncio de una mentira luminosa.

La imagen final, con columnas derribadas, estructuras rotas y el escenario convertido en un paisaje de ruinas modernas, es especialmente potente. Pareciera decir: todo esto —la política, la economía, el país, la sociedad— siempre ha estado construido sobre pilares resquebrajados.

El paralelismo con el presente: España, siempre España

Lo más inquietante de esta versión no es su ambientación noventera, sino que parece hablar directamente de hoy. La crítica social es tan afilada y tan reconocible que cuesta no mirarse en el espejo.

Fraudes financieros, líderes carismáticos que venden humo, ciudadanos que prefieren creer una fantasía antes que enfrentarse a la realidad, élites que se enriquecen sin pudor mientras otros trabajan… todo resuena demasiado.

La ironía se completa al salir del Teatro de la Zarzuela: basta caminar unos metros hacia la derecha para encontrarse con el Congreso de los Diputados, donde cada semana se escenifica un circo no tan distinto al que se ve en escena. Y da igual si la pista está pintada de azul o de rojo: siempre acaban lucrándose los mismos de siempre, mientras el público —nosotros— aplaudimos, nos indignamos o hacemos como que no vemos.

Esta paralela tan evidente no convierte la obra en panfleto; al contrario: Villalobos evita la moralina y elige la sátira, la carcajada, el exceso y la metáfora. Y ahí reside su fuerza.

El nivel vocal: la verdadera joya de la producción

Si algo brilla con absoluta rotundidad en ‘El Potosí Submarino’ es su nivel vocal excepcional. Más allá de la estética, de los guiños, de la narrativa fragmentada o de las licencias escénicas, la grandeza de este montaje se sostiene en el escenario gracias a intérpretes extraordinarios.

Misisipí, el estafador protagonista, ofrece una presencia vocal arrolladora. Su voz llena la sala con potencia y elegancia, aportando profundidad teatral a un personaje que podría quedarse en caricatura si no fuera por la magnificencia con la que lo canta.

La intérprete inspirada en Bárbara Rey es un auténtico descubrimiento: voz cálida, brillante, flexible, con un dominio técnico que le permite alternar sensualidad, comicidad y lirismo sin perder coherencia.

Cardona, el indignado líder de los accionistas, destaca por su firmeza vocal, su fraseo controlado y su capacidad para navegar entre lo bufo y lo heroico. Ofrece uno de los mayores momentos de autoridad musical.

Y Celia, la hija del dueño de la cervecera Pale Ale, es sencillamente una joya: claridad tímbrica, línea impecable, afinación cristalina. Cada intervención suya aporta un equilibrio exquisito entre dulzura y solvencia escénica.

La orquesta, dirigida por López Reynoso, está soberbia: ágil, luminosa, limpia y con un fraseo fresco que respeta a Arrieta sin fosilizarlo. El coro, por su parte, es un motor escénico impresionante. Juntos forman una base musical tan sólida que permite al espectáculo arriesgar visual y teatralmente sin perder calidad.

Un público dividido, como era de esperar

El estreno dejó patente que esta producción no deja indiferente a nadie. Hubo carcajadas constantes, aplausos entusiastas, murmullos de reconocimiento ante las referencias pop… pero también incomodidad entre los espectadores más puristas, aquellos que quizá esperaban encajes, abanicos, mantones y decorados decimonónicos.

En su lugar, encontraron travestis, neones, cabaret queer, sátira política y un estallido visual que rompe cualquier idea preconcebida de lo que “debería” ser una zarzuela. Pero la zarzuela, desde sus orígenes, ha sido justamente esto: sátira, burla, crítica social, costumbrismo exagerado y una buena dosis de provocación.

En cierto modo, Villalobos devuelve la zarzuela a su esencia más pura, aunque el envoltorio resulte moderno.

Conclusión: una zarzuela necesaria para un país que nunca aprende

‘El Potosí Submarino’ es un espectáculo imperfecto, arriesgado, excesivo, a ratos desconcertante, y precisamente por ello vivo. Sus personajes pueden despistar, su narrativa puede flaquear en claridad, algunas escenas pueden parecer caprichosas, pero su energía, su sátira feroz, su humor desvergonzado y su lucidez crítica lo convierten en una experiencia teatral poderosa.

La obra resucita el espíritu bufo del siglo XIX y lo mezcla con el circo mediático y político de los noventa para recordarnos que España, por mucho que cambie de decorado, sigue siendo la misma función: un país que tropieza una y otra vez en su propia soberbia, en su fascinación por el dinero fácil y en su incapacidad de aprender de los engaños.

Y, sin embargo, también un país que sabe reírse de sí mismo.

Entre los neones, los cabarets, las vedettes, los estafadores y los accionistas indignados, El Potosí Submarino demuestra que la zarzuela puede seguir siendo un género capaz de incomodar, divertir, interpelar y —sobre todo— reflejar. Su fuerza está en esa mezcla de irreverencia y verdad incómoda.

Y cuando, al final, el escenario queda convertido en ruinas, queda claro que el naufragio que denuncia la obra no es solo el del fondo del mar… sino el de un país entero que sigue buscando un “Potosí” que nunca existió.

María Sanz Sauco


 


Llovía a mares en Madrid a la misma hora que comenzaba uno de los mejores conciertos a los que se puede asistir en la actualidad si se busca jazz, funky, rock, chispas de rap o pizcas de country. Sobre el escenario del ‘Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa’ Víctor Wooten y sus hermanos para convertir el lugar en una locura musical. 
Una pregunta que suelo hacerme, después de un buen concierto de jazz, es por qué el personal no se pone a bailar sin problemas si es que lo pide la música. Un concierto de jazz en silencio completo, sin mover los pies o los brazos y sin expresar el sentimiento que hace florecer la música, es extraño. Tal vez algo estéril. Ayer, esa pregunta me la tuve que hacer durante hora y media puesto que parecía imposible que la gente no se levantara para bailar. Casi al finalizar, algunos jóvenes ya no pudieron aguantar más y en un tema con una carga de funky descomunal y arrolladora se levantaron y se dejaron llevar por las fusas, corcheas y redondas, por los compases contabilizados por Víctor Wooten, por una base rítmica robusta y exacta o la improvisación de unos músicos extraordinarios por muchas razones. Sumar a la música la danza es algo que el ser humano siempre hizo de forma natural. La expresividad siempre ha sido necesaria para el ser humano, para entender lo que le sucede y hacer comprender eso mismo a los demás. Por eso, entre otras cosas, existe la música o la pintura o la literatura. Sin explicar nuestro relato colectivo e individual no podríamos seguir adelante. Por eso convendría bailar al escuchar esa música que no nos permite dejar de seguir el ritmo con los pies. 
Los hermanos Wooten son, por separado, unos músicos de calidad contrastada y reconocida de forma unánime entre la crítica y los aficionados al jazz. El más joven de ellos ha sido señalado como uno de los mejores bajistas de la historia por la revista Rolling Stones. Y no es para menos porque el instrumento en manos de este hombre se convierte en un objeto mágico, en un instrumento que puede liberar sonidos que uno no sabe que existen. El swing de Víctor Wooten es milimétrico, el sentido del ritmo exacto y la intensidad que alcanza cada compás, si Víctor Wooten está a los mandos, es muy difícil de explicar. El fraseo de este bajista es original, el lenguaje que explora es siempre novedoso, la improvisación sorprende por su claridad y solidez. En fin, un verdadero espectáculo. Roy, uno de los hermanos mayores (Future Man es su apodo) es un baterista formidable. No se arruga si tiene que levantarse para colocarse frente al micrófono y cantar con buen timbre y afinación. Y si se levanta con el instrumento que él mismo inventó colgado del hombro (‘drumitar’ de llama el instrumento con forma de guitarra amorfa que suena como un artefacto de percusión completo) la cosa se multiplica y el concierto se dispara en interés y perfección. Joseph (estuvo sobre los escenarios formando parte de la Steve Miller Band) es un terremoto con el teclado y con la talkbox. Es el que arrima el trabajo a territorios que casan siempre bien como son el funky, el soul o el rap. El cuarto de los hermanos, Regi, es el guitarrista. Mucho rock, mucha improvisación que arrastra al que escucha a lugares que están allí mismo de forma inexplicable. Ay, que voz tan bellamente desafinada y rasgada al mismo tiempo. Es un virtuoso.
Dicho todo esto, es necesario señalar que la unión de estos cuatro músicos da como resultado un espectáculo sin igual. Soul, jazz, rock, rap, country, funky y miradas exclusivas de la realidad, removidas con suma delicadeza musical.
El público del Teatro Fernán Gómez disfrutó mucho. Sin bailar, pero mucho. Y es que este concierto era un privilegio que pocas veces se puede disfrutar.
Por cierto, muy bien el sonido cuando no es un concierto fácil.
G. Ramírez

 


Si en el lunes anterior los Yellowjackets habían teñido el Teatro Albéniz de azul con su jazz elegante y cerebral, la noche del homenaje a Bebo Valdés encendió la calidez del Caribe: ritmo, emoción, raíces y alegría. Fue una celebración luminosa y a la vez íntima, una conversación entre generaciones que hablaban el idioma que mejor dominan: la música.

Desde el primer minuto el teatro respiró otro clima. El trío inicial — piano, contrabajo y cajón — abrió la velada con una composición propia, “Sabor a mí”, escrita en homenaje a Bebo. La pieza, más que una canción, fue una declaración de gratitud.
Al piano, Alex Conde desplegó un toque elegante y fresco, un equilibrio perfecto entre técnica y emoción. A su lado, el Negrón, majestuoso al contrabajo, parecía fundirse con su instrumento, abrazándolo como un koala, con la mirada fija en el tintineo de las cuerdas del piano. Y al fondo, El Piraña, figura legendaria del cajón flamenco, tejía la urdimbre rítmica con una entrega total.

El ritmo como plegaria

La composición fluyó entre son, jazz y bulería. Cada músico respiraba en el otro, sin jerarquías, con respeto y libertad. Era la música como acto de fe: no buscaba impresionar, sino invocar a Bebo desde el alma.
Tras un par de piezas, Alex Conde presentó al cantaor Rafita de Madrid, quien llenó el escenario con su voz rasgada y profunda. Interpretó una versión estremecedora de “Lágrimas Negras”, mezcla perfecta de jazz, flamenco y cante jondo.
Aquello fue pura emoción física: la voz, el piano y el cajón se fundieron en un lamento colectivo. Durante varios minutos el teatro respiró al mismo tiempo; no hubo un solo espectador que no sintiera el corazón apretado.


Cambio de alma, mismo instrumento

Después del primer bloque, Alex Conde cedió el piano a un músico cubano: Cucurucho Valdés, heredero directo de la dinastía Valdés, sobrino de Chucho e hijo musical de Bebo. El cambio fue inmediato.
Si Conde sonaba clásico y luminoso, Cucurucho era pura tormenta tropical. En sus manos el piano bailaba: cada nota era una sonrisa. Tocaba con todo el cuerpo, con la cabeza, con el alma. A ratos, mientras lo observábamos, resultaba inevitable imaginar que en su mente flotaba un bocadillo como de Homer Simpson bailando salsa en un salón de La Habana.
Transmitía la felicidad de quien juega con su instrumento, de quien celebra la vida a golpe de tecla. Su energía era tan contagiosa que el público se movía en las sillas, incapaz de permanecer quieto.
Cucurucho recordó que el piano puede ser también alegría, no solo solemnidad; que puede hacerte bailar sin que te levantes del sitio.

Romance y melancolía

El repertorio del segundo bloque viró hacia la nostalgia. Sonó “Romance en La Habana”, pieza del costarricense Ray Rico, interpretada con un tono suave y melancólico, evocando las noches cálidas de Cuba.
Luego llegó “Rosa Mustia”, un bolero solemne, profundo, casi trágico, donde el piano lloraba y el contrabajo respondía como un eco grave.
Fue un tramo introspectivo, una pausa emocional dentro del homenaje: si el inicio había sido celebración, aquí el recuerdo se volvió oración.

El contrabajo que abraza y mira

Durante todo el concierto el Negrón sostuvo el alma del grupo. Su relación con el contrabajo era casi humana: lo abrazaba, lo miraba, lo hacía vibrar con ternura. Había algo hipnótico en esa imagen, como si su mirada mantuviera viva la música. Cada nota parecía salir no del instrumento, sino del contacto entre ambos.

El duelo del Piraña

El momento más conmovedor llegó cuando El Piraña dedicó una pieza a su hermano, recientemente fallecido. Tocó con el rostro empapado, secándose las lágrimas y el sudor al mismo tiempo, mientras el cajón latía como un corazón.
No hubo palabras, solo compás. En ese silencio compartido se entendió todo: la música como refugio, como catarsis, como vida.

El canto heredado

En una de las escenas más entrañables, Cucurucho Valdés invitó a su padre, José Rivero Francisco, a cantar. Antes contó que había crecido rodeado de sonidos: “En mi casa lo primero que oí no fueron palabras, fueron instrumentos —saxos, clarinetes, pianos—. Soy un afortunado”.
Acto seguido, padre e hijo interpretaron “Cómo fue”, el clásico inmortalizado por José José.
El teatro se convirtió en sala de estar: una voz veterana de bolero, cálida y contenida, y un piano que la arropaba con amor. No hubo alardes ni solos; solo la belleza de lo sencillo. Cuando terminó, el aplauso fue más un abrazo que un ruido.

Dos pianos, una sonrisa

Casi al final, Cucurucho invitó a subir nuevamente a Alex Conde. Ambos se sentaron frente al piano, dos almas, veinte dedos y un solo instrumento.
Lo que siguió fue un juego entre genios: improvisaciones cruzadas, miradas cómplices, carcajadas. Uno lanzaba un motivo, el otro lo devolvía transformado. El público reía y aplaudía cada cruce de manos.
Era el espíritu de Bebo encarnado: libertad, humor, elegancia, complicidad.


Un final espontáneo

Cuando parecía que todo estaba dicho, apareció en escena Luis Guerra, otro gran pianista, que regaló un par de minutos de pura inspiración. Fue breve, chispeante, el broche perfecto para una noche que no quería terminar.

El eco de Bebo

El público se levantó de inmediato. No eran aplausos de rutina, sino un agradecimiento profundo. Porque todos sabíamos que, de alguna manera, Bebo Valdés había estado presente.
Su espíritu flotaba entre los músicos, no como un recuerdo melancólico sino como una luz cálida, un soplo de vida.
Este concierto no fue solo un tributo: fue una conversación con el maestro, un acto de continuidad. Hablaron con él en su idioma — la música — con las palabras que él mejor entendía: un contrabajo que respira, un piano que ríe, un cajón que llora y un público que escucha.

El idioma de la alegría

La música de Bebo Valdés no pertenece al pasado. Vive en cada músico que lo invoca con honestidad, en cada nota que huele a mar y a café, en cada sonrisa que el ritmo arranca.
El homenaje del Albéniz fue eso: una celebración de la vida que suena. No nostalgia, sino presente.
Porque el legado de Bebo no es una técnica: es una actitud, una manera de sentir. Esa alegría serena y elegante que convierte el dolor en belleza, la tristeza en ritmo, la memoria en fiesta.

Y así, cuando la última nota se apagó, el Teatro Albéniz se quedó un instante en silencio.
Luego, lentamente, la gente comenzó a salir. Pero todos llevábamos algo en el pecho: la certeza de que Bebo Valdés sigue hablando, todavía, a través de sus hijos musicales.
Y que por una noche, Madrid fue La Habana.

María Sanz Sauco

 

Kandace Springs. / © Elvira Megías

‘You’ve Changed’, un tema que Billie Holiday era capaz de convertir en un pañuelo de seda para anudar al cuello de cualquiera que escuchase, sonó en el Auditorio Nacional de Música y la realidad saltaba hecha añicos. Todo parecía retroceder en el tiempo. Kandace Springs, con su piano y una voz preciosa, homenajeaba a Holiday y convertía la tarde en un tiempo para el recuerdo de los que amamos el jazz.
Billie Holiday fue una cantante que, desde sus primeras apariciones en público, se convirtió en un referente para cientos de mujeres que deseaban ser cantantes. El inigualable timbre de voz de Holiday, ese desmayo vocal que dejaba el tiempo en una pausa eterna o un fraseo conmovedor y siempre sorprendente, sobrevivieron a la vida desordenada, difícil, gris y violenta de esta mujer. No es de extrañar que ante semejante herencia, la Kandace Springs no se lance a encajar un tesoro en su propio registro.
La voz de la señora Springs es sugerente, el timbre se queda reposando en el oido con una delicadeza poco común, y la técnica vocal que despliega la cantante es robusta, bien construida sobre un conocimiento exhaustivo del pasado. Kandace Springs es la evolución de Holiday aunque, también, de Niña Simone, de Roberta Flack, Etta Jones o de Ella Jane Fitzgerald. Y condensa la evolución jazzística de todo el siglo XX sumando al jazz una buena dosis de soul, una ración de rhythm and blues y una pizca de quite storm. Es una artista de enorme categoría que muestra y demuestra una formación clásica exquisita y una capacidad para la improvisación con el instrumento que sumada al scat le convierten en un referente actual. Si Billie Holiday es la gran dama de todos los tiempos dentro del mundo del jazz, a este paso, Springs se convertirá en algo parecido en este siglo XXI.
Acompañaban a la cantante y pianista, Caylen Bryant (una simpatiquísima contrabajista panameña que domina su instrumento y que se sumaba con la voz al trabajo de la líder de este trío) y Camillero Gainer (baterista poderosa que hace las veces de cheque en blanco para que la base rítmica se construya desde la seguridad absoluta). El conjunto resulta, además de ejemplar en el plano musical, simpático y muy evocador. La fuerza femenina es imparable cuando los sumandos están tan bien plantados. En el Auditorio Nacional de Música el aroma femenino llenaba cada rincón. Y es que el Centro Nacional de Difusión Musical nunca olvida en su programación que lo femenino de la música es grande, muy grande.
Kandace Springs homenajeaba a Holiday aunque no se dedicó a cantar canciones que hicieron inmortal a la cantante. Al contrario, hizo suyas todas las piezas. En la única que sí se pudo en ‘modo Holiday’ fue con ‘You’ve Changed’ y se aproximó al interpretar ‘Strange Fruit’; el resto nada que ver salvo en el espíritu de los temas y el recuerdo. Me gustó, también, una versión atractiva y muy divertida de ‘Killing Me Softly with His Song’ de Roberta Flack. En un par de temas, Springs interpeló al público para que le acompañase y el concierto acabo con una estruendosa ovación. Merecida de verdad.
El ciclo ‘Jazz en el Auditorio’ toma velocidad de crucero y el resto de la programación promete buenos conciertos. Como cada año.
G. Ramírez
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BIENVENIDOS

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