Una 'Pepita Jiménez' tristona abre la temporada en el Teatro de La Zarzuela
El veranillo del membrillo invita a ocupar los espacios públicos de la ciudad, abiertos o cerrados, públicos o privados. Madrid se ha llenado de turistas de forma permanente, parece que nunca vayan a faltar en cualquier rincón de sus calles. Y los que vivimos aquí, buscamos refugios lejos de la masificación exagerada. Uno de ellos es el Teatro de La Zarzuela, un lugar lleno de encanto.
Creo que la crítica musical debe centrarse en lo mejor de la
oferta de un ciclo o de lo que ofrece en el ámbito cultural una ciudad; se
trata de animar a que el espectador acuda a las salas en las que suceden cosas
de interés y no de incidir en lo malo de una propuesta u otra. En los tiempos
que corren parece que es más divertido leer una mala crítica o una crónica
repleta de mala baba, pero lo importante es señalar lo bueno para que se pueda
esquivar lo malo. Ahora bien, a veces los críticos que pensamos de este modo lo
tenemos muy difícil.
Ha arrancado la temporada en el Teatro de La Zarzuela y
sobre el escenario se representa, desde el 1 de octubre al 19 de octubre,
‘Pepita Jiménez’, con música de Isaac Albéniz y libreto de Francis Burdett
Money-Coutts (‘Pepita Jiménez’ es una novela de Juan Valera en la que se basa
ese libreto). Pero se representa la versión de Pablo Sorozábal (tanto música
como libreto) en tres actos. La ópera de Albéniz ha sido muy manoseada desde que
vio la luz, no es ni mucho menos perfecta, aunque la música está trufada de
aromas folclóricos, de un nacionalismo que no se disimula y de un permanente
homenaje a Richard Wagner. La música de Albéniz es siempre agradable,
conmovedora y evocadora; todo lo contrario al mimo con el que miraba al componer
lo que tendrían que hacer los cantantes en el escenario, porque la exigencia
para ellos es, en algunos momentos, muy intensa, casi dolorosa.
Es por ello por lo que la labor del reparto que interpreta ‘Pepita
Jiménez’ parece pasar un calvario de principio a fin, especialmente ellas. La
soprano Ángeles Blancas (Pepita Jiménez) no termina de afinar con exactitud en
ninguna de sus intervenciones; los tránsitos hasta las zonas más agudas se
convierten en un camino tortuoso y abrupto (por si era poco, el director de
escena coloca un par de veces a la cantante tumbada boca arriba y con la cabeza
colgando al borde de una cama). Para ser justos, he de decir que desde el punto
de vista actoral no puede reprocharse nada. Incómoda y dando la sensación de
estar algo al margen del foso. Cristina Faus (Antoñona) se ve sepultada por la
música y el espectador se ve obligado a imaginar lo que sucede, lo que dice.
También se defiende desplegando el arco dramático no siendo suficiente ese
esfuerzo. Ambas, aunque especialmente la señora Blancas, mostraron un problema
de dicción acusado. Sin los sobretítulos era imposible seguir el hilo de la
ópera.
El tenor Leonardo Caimi (Luis de Vargas) mucho mejor, pero
(en esta producción todo se llena de peros) en el tercer acto se ve obligado a
atender más a la encarnación del personaje que a cantar bien. El reparto cumple
y poco más. Lo mejor, sin lugar a dudas, es el trabajo del Coro del Teatro de
La Zarzuela, dirigido por Antonio Fauró. Ese coro no falla casi nunca.
La puesta en escena no logra recrear el ambiente de un
pueblo andaluz en el que se desarrolla la acción y busca matices en los
personajes que tampoco aparecen por ningún lado. Una estructura metálica que el
escenógrafo Daniel Bianco pone a girar en el escenario debería representar la cárcel
en la que se ha convertido la realidad para los personajes (es muy evidente, ya
lo sabemos gracias al libreto; y es una herramienta escénica, muy gastada en un
buen número de producciones) aunque, en realidad, esa estructura sirve para
ensuciar el sonido que llega del foso con el ruido chirriante del metal en
movimiento. La puesta en escena de Giancarlo del Monaco no logra nada de lo
esperado.
En el foso, Guillermo García Calvo, parece olvidar que sobre
las tablas cantan pasando las de Caín y llega a elevar el tono más de la cuenta
(en todos los sentidos) haciendo imposible cualquier intento de destacar por
parte de los solistas.
Dicho todo esto, da gusto acudir un año más al Teatro de La
Zarzuela. Alguna producción puede ser algo más floja, pero siempre es ese lugar
en el que los aficionados podemos refugiarnos, sea la época del año que sea.
G. Ramírez
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