Una 'Pepita Jiménez' tristona abre la temporada en el Teatro de La Zarzuela

by - octubre 06, 2025

 

El veranillo del membrillo invita a ocupar los espacios públicos de la ciudad, abiertos o cerrados, públicos o privados. Madrid se ha llenado de turistas de forma permanente, parece que nunca vayan a faltar en cualquier rincón de sus calles. Y los que vivimos aquí, buscamos refugios lejos de la masificación exagerada. Uno de ellos es el Teatro de La Zarzuela, un lugar lleno de encanto.

Creo que la crítica musical debe centrarse en lo mejor de la oferta de un ciclo o de lo que ofrece en el ámbito cultural una ciudad; se trata de animar a que el espectador acuda a las salas en las que suceden cosas de interés y no de incidir en lo malo de una propuesta u otra. En los tiempos que corren parece que es más divertido leer una mala crítica o una crónica repleta de mala baba, pero lo importante es señalar lo bueno para que se pueda esquivar lo malo. Ahora bien, a veces los críticos que pensamos de este modo lo tenemos muy difícil.

Ha arrancado la temporada en el Teatro de La Zarzuela y sobre el escenario se representa, desde el 1 de octubre al 19 de octubre, ‘Pepita Jiménez’, con música de Isaac Albéniz y libreto de Francis Burdett Money-Coutts (‘Pepita Jiménez’ es una novela de Juan Valera en la que se basa ese libreto). Pero se representa la versión de Pablo Sorozábal (tanto música como libreto) en tres actos. La ópera de Albéniz ha sido muy manoseada desde que vio la luz, no es ni mucho menos perfecta, aunque la música está trufada de aromas folclóricos, de un nacionalismo que no se disimula y de un permanente homenaje a Richard Wagner. La música de Albéniz es siempre agradable, conmovedora y evocadora; todo lo contrario al mimo con el que miraba al componer lo que tendrían que hacer los cantantes en el escenario, porque la exigencia para ellos es, en algunos momentos, muy intensa, casi dolorosa.

Es por ello por lo que la labor del reparto que interpreta ‘Pepita Jiménez’ parece pasar un calvario de principio a fin, especialmente ellas. La soprano Ángeles Blancas (Pepita Jiménez) no termina de afinar con exactitud en ninguna de sus intervenciones; los tránsitos hasta las zonas más agudas se convierten en un camino tortuoso y abrupto (por si era poco, el director de escena coloca un par de veces a la cantante tumbada boca arriba y con la cabeza colgando al borde de una cama). Para ser justos, he de decir que desde el punto de vista actoral no puede reprocharse nada. Incómoda y dando la sensación de estar algo al margen del foso. Cristina Faus (Antoñona) se ve sepultada por la música y el espectador se ve obligado a imaginar lo que sucede, lo que dice. También se defiende desplegando el arco dramático no siendo suficiente ese esfuerzo. Ambas, aunque especialmente la señora Blancas, mostraron un problema de dicción acusado. Sin los sobretítulos era imposible seguir el hilo de la ópera.

El tenor Leonardo Caimi (Luis de Vargas) mucho mejor, pero (en esta producción todo se llena de peros) en el tercer acto se ve obligado a atender más a la encarnación del personaje que a cantar bien. El reparto cumple y poco más. Lo mejor, sin lugar a dudas, es el trabajo del Coro del Teatro de La Zarzuela, dirigido por Antonio Fauró. Ese coro no falla casi nunca.

La puesta en escena no logra recrear el ambiente de un pueblo andaluz en el que se desarrolla la acción y busca matices en los personajes que tampoco aparecen por ningún lado. Una estructura metálica que el escenógrafo Daniel Bianco pone a girar en el escenario debería representar la cárcel en la que se ha convertido la realidad para los personajes (es muy evidente, ya lo sabemos gracias al libreto; y es una herramienta escénica, muy gastada en un buen número de producciones) aunque, en realidad, esa estructura sirve para ensuciar el sonido que llega del foso con el ruido chirriante del metal en movimiento. La puesta en escena de Giancarlo del Monaco no logra nada de lo esperado.

En el foso, Guillermo García Calvo, parece olvidar que sobre las tablas cantan pasando las de Caín y llega a elevar el tono más de la cuenta (en todos los sentidos) haciendo imposible cualquier intento de destacar por parte de los solistas.

Dicho todo esto, da gusto acudir un año más al Teatro de La Zarzuela. Alguna producción puede ser algo más floja, pero siempre es ese lugar en el que los aficionados podemos refugiarnos, sea la época del año que sea.

G. Ramírez

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