| Fotos @lonajulian | @salavillanos |
Hay noches que parecen suspendidas en el tiempo, que te reconcilian con la belleza, con la emoción, con la música entendida no como espectáculo sino como un acto de comunión. Lo que sucedió esta noche en el Teatro Albéniz fue exactamente eso: una experiencia sensorial y emocional tan intensa que cuesta traducirla en palabras sin temer empobrecerla. Los Yellowjackets, leyenda viva del jazz contemporáneo, ofrecieron un concierto que no solo recordó por qué llevan casi cinco décadas sobre los escenarios, sino que confirmó que siguen siendo, ante todo, una banda con alma.
El Teatro Albéniz se transformó para la ocasión. El majestuoso coliseo madrileño, acostumbrado a grandes producciones y luces de espectáculo, se convirtió anoche en un íntimo club de jazz, un refugio de penumbra y calidez donde todo invitaba a dejarse llevar. Las luces eran bajas, matices en azul, violeta y rojo que bañaban el escenario con una suavidad casi pictórica. El fondo escénico mostraba unos sillones y mesas vacíos, como el eco silencioso de una taberna o un club cerrado después de medianoche. Esa elección escenográfica era brillante: al mirar hacia el escenario, el espectador tenía la sensación de que los músicos estaban tocando solo para él.
Con el patio de butacas apenas iluminado por las pequeñas lamparitas de las mesas, se creaba una intimidad casi hipnótica. Uno se sentía envuelto, solo en una sala escuchando una maravilla que parecía dedicada en exclusiva, una especie de conversación secreta entre los cuatro músicos y cada alma presente en el teatro.
Una travesía emocional
Desde los primeros compases, se entendió que esta no sería una noche cualquiera. El cuarteto, formado por Bob Mintzer (saxo), Russell Ferrante (piano y teclados), William Kennedy (batería) y el más joven de la formación, el bajista Dane Alderson, desplegó un repertorio impecable que alternó composiciones clásicas del grupo con piezas nuevas firmadas por Kennedy y Alderson.
El resultado fue un viaje emocional que transitó por todos los registros posibles: la nostalgia, la euforia, la contemplación, el vértigo y la ternura.
Había momentos en los que el público apenas respiraba. Otros, en los que la energía era tal que parecía imposible quedarse quieto en la silla. Cada tema era un pequeño universo con su propio pulso y su propio color. Y sin embargo, todo estaba perfectamente engranado: una máquina sonora de precisión matemática, pero al mismo tiempo profundamente humana. El fraseo milimétrico de Mintzer; el trabajo robusto de los braceros que hacían parecer imprescindibles y eternos el sonido de la batería y el bajo; o la capacidad para buscar nuevas formas de expresión del pianista, iba convirtiendo en un espectacular diálogo lo que sucedía en el escenario.
El arte de escuchar(se)
Quizá lo más asombroso de los Yellowjackets sea su capacidad para escucharse entre sí. En una época en la que la música tiende al exceso y a la sobreproducción, ellos demuestran que el verdadero virtuosismo está en el equilibrio.
William Kennedy, desde la batería, no solo marca el ritmo: dialoga con el resto de los músicos, responde, propone, improvisa con la energía de un adolescente y la sabiduría de un veterano. Es imposible apartar la vista de él: cada golpe, cada acento, cada silencio está cargado de intención. Su cuerpo entero parece un instrumento. En algunos pasajes, el esfuerzo físico era tan evidente que uno pensaba inevitablemente en el precio de esa entrega: “ya puede tener un fisioterapeuta de primera”, se escuchó murmurar entre risas admiradas en una mesa cercana. Pero sobre todo, lo que transmitía Kennedy era pasión pura, esa clase de energía que no se finge, que solo brota de quien vive el ritmo como una extensión de sí mismo.
Frente a él, Dane Alderson, el joven bajista australiano, aportó frescura y una musicalidad deslumbrante. A pesar de ser el benjamín del grupo, se movía con una naturalidad sorprendente entre los gigantes que lo rodeaban. Sus composiciones trajeron una brisa contemporánea sin romper la esencia del cuarteto: su bajo, profundo y melódico, era el hilo invisible que unía las piezas, el puente entre la tradición y el presente. Hay algo casi conmovedor en verlo tan integrado en un grupo con 47 años de historia, como si la antorcha del jazz pasara ante nuestros ojos de una generación a otra, sin rupturas, sin egos, con respeto y admiración mutua.
El milagro del piano y el saxo
Si Kennedy es el corazón rítmico de la banda y Alderson su impulso joven, Russell Ferrante y Bob Mintzer son el alma melódica. Ferrante, fundador y pianista, regaló momentos de auténtico hechizo. En una de las piezas más memorables de la noche, alternaba con una mano el piano acústico y con la otra un teclado electrónico, creando una textura sonora doble que parecía venir de dos músicos distintos.
Su manera de tocar tiene algo de artesano: no busca deslumbrar por velocidad o técnica, aunque podría hacerlo con facilidad. Lo suyo es el color, la atmósfera, el tono exacto que da sentido a todo lo demás. Cada nota está medida, cada acorde tiene el peso de la emoción justa. Verlo tocar es como ver pintar con luz.
Y luego está Mintzer. Qué decir de Bob Mintzer. Su saxo no suena: habla. O más bien, canta. Hubo momentos en los que literalmente se escuchaban suspiros entre el público durante sus solos. La potencia, la expresividad y la fluidez con la que pasaba de un registro a otro eran de una maestría apabullante. Pero más allá de la técnica, lo que quedaba era la emoción: esa sensación de estar presenciando algo irrepetible. En cada fraseo, en cada pausa, había historia, había alma, había una conversación íntima entre el músico y su instrumento, entre los miembros de la banda. Y, por extensión, entre el músico y cada uno de nosotros.
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Jazz como lenguaje del alma
Lo maravilloso de los Yellowjackets es que, pese a la complejidad de su música, nunca suenan intelectuales ni fríos. Su jazz es cerebral, sí, pero también profundamente emocional. Tienen la rara virtud de combinar precisión y sentimiento, virtuosismo y calidez.
En algunos temas, el sonido te envolvía hasta hacerte cerrar los ojos: la música te llevaba a otra parte, a otro tiempo. Uno podía imaginarse paseando con la persona amada por las calles vacías de Nueva York, con la lluvia dibujando reflejos en los charcos; o bailando lentamente bajo las luces de un salón de los años 40, mientras una orquesta invisible tocaba solo para ti; o perdido en una terraza de París al caer la noche, con un vino y una promesa.
El jazz, cuando es verdadero, tiene ese poder: el de transportarte sin moverte del sitio. Y eso es exactamente lo que ocurrió anoche.
El público: cómplice silencioso
Pocas veces se ve a un público tan respetuoso, tan entregado, tan consciente de estar viviendo algo especial. En el Teatro Albéniz no se escuchaban móviles ni murmullos, solo el sonido puro del escenario. Tras cada solo, los aplausos surgían espontáneos, como un acto reflejo de gratitud.
Al finalizar el concierto, el público se levantó en pie en una ovación prolongada, casi reverencial. Los músicos, visiblemente emocionados, respondieron con una sonrisa y un bis que fue un regalo inesperado: una pieza más íntima, casi susurrada, que cerró la velada como una caricia final.
Una lección de vida y música
Hay conciertos buenos, incluso brillantes. Y luego están los conciertos que te marcan, los que te hacen salir del teatro diferente a como entraste. El de los Yellowjackets fue uno de ellos. No solo por la perfección técnica —que la hubo, y mucha—, sino por la humanidad que emanaba de cada compás.
Ver a un grupo con casi medio siglo de historia tocar con esa frescura, esa complicidad y esa pasión es una lección en sí misma. En un mundo musical que a menudo idolatra la novedad, ellos recuerdan que el arte verdadero no envejece: evoluciona, se transforma, se renueva a sí mismo.
Cuando se encendieron las luces y el público empezó a levantarse, había en el aire una mezcla de alegría y melancolía. Alegría por haber presenciado algo tan hermoso; melancolía porque uno sabía que esa magia, por definición, no se puede repetir. El jazz es así: efímero, imperfecto, irrepetible.
Pero precisamente por eso nos toca tan hondo. Porque en cada nota que se desvanece hay una promesa de eternidad.
Anoche, en el Teatro Albéniz, los Yellowjackets no dieron un concierto. Ofrecieron una experiencia de vida.
Y quienes estuvimos allí sabemos que, por unas horas, Madrid tuvo el alma azul del jazz.
María Sanz


















