Festival Internacional Jazz Madrid: El eco de Bebo

by - noviembre 04, 2025

 


Si en el lunes anterior los Yellowjackets habían teñido el Teatro Albéniz de azul con su jazz elegante y cerebral, la noche del homenaje a Bebo Valdés encendió la calidez del Caribe: ritmo, emoción, raíces y alegría. Fue una celebración luminosa y a la vez íntima, una conversación entre generaciones que hablaban el idioma que mejor dominan: la música.

Desde el primer minuto el teatro respiró otro clima. El trío inicial — piano, contrabajo y cajón — abrió la velada con una composición propia, “Sabor a mí”, escrita en homenaje a Bebo. La pieza, más que una canción, fue una declaración de gratitud.
Al piano, Alex Conde desplegó un toque elegante y fresco, un equilibrio perfecto entre técnica y emoción. A su lado, el Negrón, majestuoso al contrabajo, parecía fundirse con su instrumento, abrazándolo como un koala, con la mirada fija en el tintineo de las cuerdas del piano. Y al fondo, El Piraña, figura legendaria del cajón flamenco, tejía la urdimbre rítmica con una entrega total.

El ritmo como plegaria

La composición fluyó entre son, jazz y bulería. Cada músico respiraba en el otro, sin jerarquías, con respeto y libertad. Era la música como acto de fe: no buscaba impresionar, sino invocar a Bebo desde el alma.
Tras un par de piezas, Alex Conde presentó al cantaor Rafita de Madrid, quien llenó el escenario con su voz rasgada y profunda. Interpretó una versión estremecedora de “Lágrimas Negras”, mezcla perfecta de jazz, flamenco y cante jondo.
Aquello fue pura emoción física: la voz, el piano y el cajón se fundieron en un lamento colectivo. Durante varios minutos el teatro respiró al mismo tiempo; no hubo un solo espectador que no sintiera el corazón apretado.


Cambio de alma, mismo instrumento

Después del primer bloque, Alex Conde cedió el piano a un músico cubano: Cucurucho Valdés, heredero directo de la dinastía Valdés, sobrino de Chucho e hijo musical de Bebo. El cambio fue inmediato.
Si Conde sonaba clásico y luminoso, Cucurucho era pura tormenta tropical. En sus manos el piano bailaba: cada nota era una sonrisa. Tocaba con todo el cuerpo, con la cabeza, con el alma. A ratos, mientras lo observábamos, resultaba inevitable imaginar que en su mente flotaba un bocadillo como de Homer Simpson bailando salsa en un salón de La Habana.
Transmitía la felicidad de quien juega con su instrumento, de quien celebra la vida a golpe de tecla. Su energía era tan contagiosa que el público se movía en las sillas, incapaz de permanecer quieto.
Cucurucho recordó que el piano puede ser también alegría, no solo solemnidad; que puede hacerte bailar sin que te levantes del sitio.

Romance y melancolía

El repertorio del segundo bloque viró hacia la nostalgia. Sonó “Romance en La Habana”, pieza del costarricense Ray Rico, interpretada con un tono suave y melancólico, evocando las noches cálidas de Cuba.
Luego llegó “Rosa Mustia”, un bolero solemne, profundo, casi trágico, donde el piano lloraba y el contrabajo respondía como un eco grave.
Fue un tramo introspectivo, una pausa emocional dentro del homenaje: si el inicio había sido celebración, aquí el recuerdo se volvió oración.

El contrabajo que abraza y mira

Durante todo el concierto el Negrón sostuvo el alma del grupo. Su relación con el contrabajo era casi humana: lo abrazaba, lo miraba, lo hacía vibrar con ternura. Había algo hipnótico en esa imagen, como si su mirada mantuviera viva la música. Cada nota parecía salir no del instrumento, sino del contacto entre ambos.

El duelo del Piraña

El momento más conmovedor llegó cuando El Piraña dedicó una pieza a su hermano, recientemente fallecido. Tocó con el rostro empapado, secándose las lágrimas y el sudor al mismo tiempo, mientras el cajón latía como un corazón.
No hubo palabras, solo compás. En ese silencio compartido se entendió todo: la música como refugio, como catarsis, como vida.

El canto heredado

En una de las escenas más entrañables, Cucurucho Valdés invitó a su padre, José Rivero Francisco, a cantar. Antes contó que había crecido rodeado de sonidos: “En mi casa lo primero que oí no fueron palabras, fueron instrumentos —saxos, clarinetes, pianos—. Soy un afortunado”.
Acto seguido, padre e hijo interpretaron “Cómo fue”, el clásico inmortalizado por José José.
El teatro se convirtió en sala de estar: una voz veterana de bolero, cálida y contenida, y un piano que la arropaba con amor. No hubo alardes ni solos; solo la belleza de lo sencillo. Cuando terminó, el aplauso fue más un abrazo que un ruido.

Dos pianos, una sonrisa

Casi al final, Cucurucho invitó a subir nuevamente a Alex Conde. Ambos se sentaron frente al piano, dos almas, veinte dedos y un solo instrumento.
Lo que siguió fue un juego entre genios: improvisaciones cruzadas, miradas cómplices, carcajadas. Uno lanzaba un motivo, el otro lo devolvía transformado. El público reía y aplaudía cada cruce de manos.
Era el espíritu de Bebo encarnado: libertad, humor, elegancia, complicidad.


Un final espontáneo

Cuando parecía que todo estaba dicho, apareció en escena Luis Guerra, otro gran pianista, que regaló un par de minutos de pura inspiración. Fue breve, chispeante, el broche perfecto para una noche que no quería terminar.

El eco de Bebo

El público se levantó de inmediato. No eran aplausos de rutina, sino un agradecimiento profundo. Porque todos sabíamos que, de alguna manera, Bebo Valdés había estado presente.
Su espíritu flotaba entre los músicos, no como un recuerdo melancólico sino como una luz cálida, un soplo de vida.
Este concierto no fue solo un tributo: fue una conversación con el maestro, un acto de continuidad. Hablaron con él en su idioma — la música — con las palabras que él mejor entendía: un contrabajo que respira, un piano que ríe, un cajón que llora y un público que escucha.

El idioma de la alegría

La música de Bebo Valdés no pertenece al pasado. Vive en cada músico que lo invoca con honestidad, en cada nota que huele a mar y a café, en cada sonrisa que el ritmo arranca.
El homenaje del Albéniz fue eso: una celebración de la vida que suena. No nostalgia, sino presente.
Porque el legado de Bebo no es una técnica: es una actitud, una manera de sentir. Esa alegría serena y elegante que convierte el dolor en belleza, la tristeza en ritmo, la memoria en fiesta.

Y así, cuando la última nota se apagó, el Teatro Albéniz se quedó un instante en silencio.
Luego, lentamente, la gente comenzó a salir. Pero todos llevábamos algo en el pecho: la certeza de que Bebo Valdés sigue hablando, todavía, a través de sus hijos musicales.
Y que por una noche, Madrid fue La Habana.

María Sanz Sauco

You May Also Like

0 comments