‘La Pasajera’ de Weinberg: Homenaje a la 'mala leña' que no quiso arder
Fotografías de Javier del Real |
En Madrid asoma la primavera y dar un paseo por el centro de la ciudad, a pesar de la cantidad disparatada de gente que se acumula en las calles principales, es delicioso. Lo bueno que tiene el Madrid de los Austrias es que se puede callejear para ir de un punto a otro sin sufrir demasiadas aglomeraciones.
El Teatro Real de Madrid se llenaba casi por completo. El
estreno en España de una ópera que estuvo apartada del circuito por efecto de
la censura de la URSS, primero, y de Rusia, después; ha servido de reclamo para
los aficionados. Y, esto lo mejor es decirlo cuanto antes, ‘La Pasajera’ (‘Die
Passagierin’) de Mieczyslaw Weinberg ya es la ópera del año, algo que suele
ocurrir últimamente con las obras menos reconocidas o más desconocidas de la
programación. Operón que debería disfrutar todo aquel que se considere
aficionado.
La puesta en escena casa perfectamente en calidad con la
obra. En la parte alta del escenario vemos parte de un barco blanco que se
aleja de la realidad por su brillo, por el vestuario color crema muy claro de
los pasajeros. En el centro una enorme chimenea que baja hasta llegar al mismísimo
infierno (parte baja del escenario): Auschwitz-Birkenau. La realidad ajena al
horror comunicada con la cara b de la condición humana a través de una chimenea.
Más acertado no puede ser. En la parte alta se centra la acción en tiempo
presente. En la parte baja, el pasado. Y sobre una estructura móvil, el coro mira
con atención lo que sucede, lo cuenta, y juzga, advierte o descubre, como
ocurre en la tragedia griega más clásica. Los elementos móviles de la escena no
distraen la atención y el director de escena, David Pountney, logra tránsitos
cómodos y ordenados durante toda la representación.
El vestuario y la peluquería más que correctos. La
iluminación de Fabrice Kebour destaca por ser incisiva, por ser elemento esencial
de la producción y por su, muchas veces, originalidad (los operarios manejan
los focos desde las torres de vigilancia del campo, y lo hacen con destreza y
precisión).
Daveda Karanas y Nikolai Schukoff. / Javier del Real |
La angustia, el miedo, la desesperación o el arrepentimiento que quiere expresar el compositor se expanden por todo el teatro desde el primer momento. Una vez que tenemos a una pasajera a la que no podemos ver el rostro (un velo casi opaco lo impide), a una mujer atormentada, a un marido desesperado por su futuro, una religiosidad que sobrepasa el propio judaísmo, y la mentira que oculta un pasado brutal y aterrador, el clima, desde el patio de butacas hasta el paraíso, lo envuelve todo. Nadie mueve un músculo, la atención es proporcional a la acumulación de sensaciones entre el público. Se escuchan frases demoledoras; un miembro de las SS le dice a sus compañeros que los presos del campo son ‘mala leña’ que no dejan que les quemen. Mala leña, seres humanos que no podemos olvidar nunca jamás.
La partitura es magnífica. Es muy clara la presencia de
algunos compositores de la antigua URSS aunque la más evidente de ellas es la de Dmitri
Shostakovich (al comienzo del segundo acto suenan los acordes de la Suite for
Jazz Orchestra No. 2 de este músico; si bien es cierto que algo
desestructurados o, más bien, difuminados, pero prácticamente un calco del
original en lo esencial). Mieczyslaw Weinberg es capaz de arrastrarnos desde el
horror más oscuro a la expresión más bella y lírica del recuerdo (la única pega
que se puede poner a la ópera es que esta expresión se alarga en exceso y la
intensidad narrativa decae por unos momentos). Precioso el momento en el que Tadeusz
se niega a interpretar el vals preferido del nazi asesino y toca la 'Chacona de la partita
para violín número 2' de Johann Sebastian Bach sabiendo que acaba de conseguir
un billete que le llevará hasta los crematorios del campo. Y patética la escena
en la que se desarrolla la fiesta en la cubierta del barco, patética porque
todos sabemos que esas fiestas ya nunca pudieron ser lo mismo después de Auschwitz-Birkenau.
Por si era poco, el Coro Titular del Teatro Real de Madrid hace
un trabajo espléndido (en castellano, algo que va muy bien con esa idea de coro
a la que refería que estando en España toma todo el sentido del mundo).
Y para rematar el éxito, hay que decir que las voces están a
una altura sobresaliente. La soprano Amanda Majeski despliega un arco dramático
extenso e intenso y demuestra una técnica que hace sonar precioso su timbre que
crece en los espacios medios y más agudos. Gustó mucho Anna Gorbachyova-Oglivie
que hizo reposar la lírica más sosegada y fina sobre todo el teatro al interpretar
una canción popular rusa. El resto, insisto, muy bien.
Mirga Gražinytè-Tyla. / Javier del Real |
He dejado para el final decir que es agradable encontrar en
la dirección musical a una mujer, Mirga Gražinytè-Tyla, y necesario que su
trabajo (como el de decenas de directoras) se valore como algo extraordinario ya que lo es. Ayudó a que la teatralidad se construyese con rotundidad, arropó a los
interpretes de principio a fin, encontró matices deliciosos que solo los
grandes son capaces de arrancar a la Orquesta Titular del Teatro Real. Decidida, delicada y decisiva.
La función estuvo dedicada a la memoria de José Manuel
Llorens, solista de timbales que había fallecido la noche anterior. Descanse en paz.
G. Ramírez
Ficha
Madrid, 13 de marzo de 2024, Teatro Real de Madrid. ‘Die Passagierin-La pasajera. op. 97’ (Mieczyslaw Weinberg). Amanda Majeski (Marta), Daveda Karanas (Lisa), Gyula Orendt (Tadeusz), Stephen Waarts (Tadeusz violinista), Nikolai Schukoff (Walter), Anna Gorbachyova-Oglivie (Katja), Lidia Vinyes-Curtis (Krzystyna), Marta Fontanals-Simmons (Vlasta), Olicia Doray (Ivette). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Mirga Gražinytè-Tyla. Dirección de escena: David Pountney.
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