‘La dama Boba’ y lo que hemos vendido
Hablaba el otro día con Alfons
Martinell sobre cómo el turismo nos había arrebatado parte de la cultura, cómo
hay lugares a los que hemos dejado de ir porque se los hemos vendido a quienes
quieren vivir una experiencia inmersiva de lo que se supone es nuestro país.
Pensé en la isla de Mallorca y en los lugares que ya no frecuento y los que
nunca llegaré a conocer, pero sobre todo pensé en Madrid, en cómo el mapa de la
ciudad ha ido alterándose en mi cabeza pintando de negro lugares que realmente
llegan a atentar contra la salud no solo física si no mental, y supongo que
todos entendemos que hablo de Gran Vía, de Plaza de España, Sevilla, la Plaza
de Oriente o la Mayor (la que creo, nunca he tenido el valor de cruzar) entre
otras.
La única de estas zonas negras que
suelo frecuentar es en la que se encuentra el Museo del Prado; a esta le he
puesto un velo, un telón que levanto cuando realmente quiero volver a conectar
con el mundo que elegí. Al Museo del Prado, solamente voy a primera hora de la
mañana y entre semana, para ver dos o tres obras (lujo que me puedo permitir
por tres razones: una, que mi entrada es gratuita; dos, que he ido muchas veces
con la universidad por lo que lo que no quiero ver ya lo que he conocido y
estudiado; tres, que sé lo que quiero sacar de ese edificio de rotondas) y aun
así, eligiendo las salas, las horas y los días menos concurridos, me encuentro
un palo selfie (o dos) acompañado de
una voz que grita ¡no!
Hay muchas cosas en el Prado que
gritan ¡no!, pero de eso podemos hablar otro día, ya que hoy de lo quiero
hablar es de mi cuadro favorito, el de la actriz María Guerrero como ‘La dama
Boba’ de Sorolla. Después de leer esto, irán al museo, a la sala 64a en busca
de mi personaje favorito del teatro español, y distraídos por las tropas de
curiosos que van a unirse a ‘Los fusilamientos’ del 3 de Mayo de Goya, puede
que no entiendan cómo este, dentro de la cantidad de opciones que presenta
nuestra impresionante pinacoteca es mi cuadro favorito.
Es un cúmulo de cosas; cosas que
empiezan, por supuesto, por mi adoración al pintor valenciano a quién soy capaz
de leer en la luz de sus obras, luz que se filtra muy sutilmente por una
ventana que se abre al fondo del cuadro tras un telón rojo, que nos lleva a ese
precioso oasis andaluz verde, amarillo y azul que tiene el pintor en su casa.
Luz que nace de un lugar que está muy lejos, en General Martínez Campos; luz
que es un recuerdo de la pinocha y la arena que te quitas de los pies tras un
día envuelto de sol. Cosas que siguen por el marido de la actriz, que caracterizado
como el maestro Rufino (también personaje de la obra de Lope de Vega) engancha
con una mirada cómplice al pintor y le dice con la boca cerrada ‘yo es que la
quiero brillando así, que le voy a hacer’.
Esta obra tiene la sonrisa de
Sorolla, y la promesa de una amistad que queda colgada en el museo. Una parte
de mí sabe que si es mi obra favorita es porque cuando la encontré (en mi
militancia junto a los de ‘los fusilamientos’ de ir a maravillarme con la obra
de ‘Saturno devorando a su hijo’ de Goya, obra que le cedió el nombre de
favorita a la de Sorolla), necesitaba que alguien me dedicara una amistad que
fuera igual de eterna que esa pequeña frase que encuentran en la parte
izquierda, porque en ese momento la había perdido.
Aunque si tuviera que dar una
sola razón, diría que es ella. Porque por ejemplo, con Antonia Zárate (ilustre
actriz con la que comparte siglo) esto no me pasa, y mira que Goya la pintó
perfecta y si le hubiera dedicado unas palabras en la esquina de un lienzo algo
se me habría movido dentro, pero nunca hubiera llegado a lo que me pasa cuando
veo a María Guerrero inclinada frente a los ojos de Sorolla, enseñándole un
vestido que siempre había querido pintar, regalando con él la oportunidad de elevarse
a la pintura de los artistas que ya hacía tiempo que empapelaban las paredes de
Prado. Sorolla es capaz de pintar la complicidad y la alegría que María
Guerrero derrochaba; creo que es por ello por lo que el vestido cae a modo de
cascada blanca y rosa, donde las joyas de su mano hacen que sus delgados dedos
se eleven para rozar con gran elegancia, que no parece pertenecer a quienes con
su alegría llenan las salas, el regalo de este cuadro.
Podría decir mil cosas más, sobre
el verde de las paredes, sobre la necesidad de saber qué cuadro sujeta el marco
que le hace de aureola a Rufino, de lo mucho que me lleva a mi infancia no solo
la luz, sino el vestido y la sonrisa de la actriz, pero creo que voy a quedarme
con una invitación, nos vemos en la 64a del Prado, creo que allí es donde
podemos reconectar con todo lo que hemos vendido.
Marichu Marti
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