‘La dama Boba’ y lo que hemos vendido

by - febrero 23, 2024



Hablaba el otro día con Alfons Martinell sobre cómo el turismo nos había arrebatado parte de la cultura, cómo hay lugares a los que hemos dejado de ir porque se los hemos vendido a quienes quieren vivir una experiencia inmersiva de lo que se supone es nuestro país. Pensé en la isla de Mallorca y en los lugares que ya no frecuento y los que nunca llegaré a conocer, pero sobre todo pensé en Madrid, en cómo el mapa de la ciudad ha ido alterándose en mi cabeza pintando de negro lugares que realmente llegan a atentar contra la salud no solo física si no mental, y supongo que todos entendemos que hablo de Gran Vía, de Plaza de España, Sevilla, la Plaza de Oriente o la Mayor (la que creo, nunca he tenido el valor de cruzar) entre otras.

La única de estas zonas negras que suelo frecuentar es en la que se encuentra el Museo del Prado; a esta le he puesto un velo, un telón que levanto cuando realmente quiero volver a conectar con el mundo que elegí. Al Museo del Prado, solamente voy a primera hora de la mañana y entre semana, para ver dos o tres obras (lujo que me puedo permitir por tres razones: una, que mi entrada es gratuita; dos, que he ido muchas veces con la universidad por lo que lo que no quiero ver ya lo que he conocido y estudiado; tres, que sé lo que quiero sacar de ese edificio de rotondas) y aun así, eligiendo las salas, las horas y los días menos concurridos, me encuentro un palo selfie (o dos) acompañado de una voz que grita ¡no!

Hay muchas cosas en el Prado que gritan ¡no!, pero de eso podemos hablar otro día, ya que hoy de lo quiero hablar es de mi cuadro favorito, el de la actriz María Guerrero como ‘La dama Boba’ de Sorolla. Después de leer esto, irán al museo, a la sala 64a en busca de mi personaje favorito del teatro español, y distraídos por las tropas de curiosos que van a unirse a ‘Los fusilamientos’ del 3 de Mayo de Goya, puede que no entiendan cómo este, dentro de la cantidad de opciones que presenta nuestra impresionante pinacoteca es mi cuadro favorito.

Es un cúmulo de cosas; cosas que empiezan, por supuesto, por mi adoración al pintor valenciano a quién soy capaz de leer en la luz de sus obras, luz que se filtra muy sutilmente por una ventana que se abre al fondo del cuadro tras un telón rojo, que nos lleva a ese precioso oasis andaluz verde, amarillo y azul que tiene el pintor en su casa. Luz que nace de un lugar que está muy lejos, en General Martínez Campos; luz que es un recuerdo de la pinocha y la arena que te quitas de los pies tras un día envuelto de sol. Cosas que siguen  por el marido de la actriz, que caracterizado como el maestro Rufino (también personaje de la obra de Lope de Vega) engancha con una mirada cómplice al pintor y le dice con la boca cerrada ‘yo es que la quiero brillando así, que le voy a hacer’.

Esta obra tiene la sonrisa de Sorolla, y la promesa de una amistad que queda colgada en el museo. Una parte de mí sabe que si es mi obra favorita es porque cuando la encontré (en mi militancia junto a los de ‘los fusilamientos’ de ir a maravillarme con la obra de ‘Saturno devorando a su hijo’ de Goya, obra que le cedió el nombre de favorita a la de Sorolla), necesitaba que alguien me dedicara una amistad que fuera igual de eterna que esa pequeña frase que encuentran en la parte izquierda, porque en ese momento la había perdido.



Aunque si tuviera que dar una sola razón, diría que es ella. Porque por ejemplo, con Antonia Zárate (ilustre actriz con la que comparte siglo) esto no me pasa, y mira que Goya la pintó perfecta y si le hubiera dedicado unas palabras en la esquina de un lienzo algo se me habría movido dentro, pero nunca hubiera llegado a lo que me pasa cuando veo a María Guerrero inclinada frente a los ojos de Sorolla, enseñándole un vestido que siempre había querido pintar, regalando con él la oportunidad de elevarse a la pintura de los artistas que ya hacía tiempo que empapelaban las paredes de Prado. Sorolla es capaz de pintar la complicidad y la alegría que María Guerrero derrochaba; creo que es por ello por lo que el vestido cae a modo de cascada blanca y rosa, donde las joyas de su mano hacen que sus delgados dedos se eleven para rozar con gran elegancia, que no parece pertenecer a quienes con su alegría llenan las salas, el regalo de este cuadro.

Podría decir mil cosas más, sobre el verde de las paredes, sobre la necesidad de saber qué cuadro sujeta el marco que le hace de aureola a Rufino, de lo mucho que me lleva a mi infancia no solo la luz, sino el vestido y la sonrisa de la actriz, pero creo que voy a quedarme con una invitación, nos vemos en la 64a del Prado, creo que allí es donde podemos reconectar con todo lo que hemos vendido.

Marichu Marti

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