'Afanador': El ego del creador y la fatiga del espectador

by - febrero 12, 2024


La ciudad, en invierno, se mueve de otra forma. Todo es más rápido. Es como si cada fragmento de la realidad buscase un refugio, como si el movimiento ahuyentase al frío y a la humedad. Todo se mueve al ritmo de la huida; la ciudad baila como baila el resto del universo; y la danza es lo que sacude al ser humano desde el principio de los tiempos.

Ya es la hora. Si el espectáculo que llega al Teatro Real de Madrid lo hace precedido de halagos y críticas que hablan de lo extraordinario, el run run especial que precede a las cosas que deberían ser importantes inunda cada rincón del vestíbulo principal. Y el pasado sábado ese sonido de fondo se escuchaba con fuerza.

Ruven Afanador siempre ejerció una mirada sobre la España más cañí desde el surrealismo radical y la fantasía que nace de la luz intensa del sol andaluz reflejado por canteras (como la de El Palmar de Troya) o por la tierra de un cortijo cualquiera de la provincia de Sevilla; una mirada en la que han tenido espacio los excesos, la extravagancia y el disparate de abanicos enormes, postizos propios de una deidad inmensa representada por un cuerpo de mujer menuda y un negro sobre el blanco más puro (qué referencia tan bonita al enorme lazo negro con el que posara Matilde Coral frente a la cámara de Afanador o a la camisa de mangas de acordeón con las que el fotógrafo retrató a Daniel Saltares). Y de sus fotografías, publicadas en dos hermosos ejemplares titulados Mil besos (2009) y Ángel gitano (2014), llegaba la inspiración a la casa de director alicantino Marcos Morau (Onteniente, 1982) para intentar mezclar unos ingredientes fabulosos en busca de la obra definitiva que sirviera de buque insignia al Ballet Nacional de España.

Treinta y tres bailarines excepcionales; una iluminación quirúrgica a veces y perfecta siempre; un vestuario muy bien trabajado… ingredientes no faltaban. Pero, a veces, las cosas no son como se esperan. Y es que el espectáculo tiene cosas muy, muy, buenas y otras bastante regulares; aburridas por el exceso de hermetismo e interminables por el exceso de egocentrismo.

'Afanador del BNE. / Javier del Real
Para narrar (que es una de las claras intenciones que soportan este espectáculo) es necesario buscar el equilibrio entre expresividad e información. De nada sirve ponerse estupendo si no tienes en cuenta que hay dos mil personas intentando explicarse qué es lo que están viendo. Y ‘Afanador’ peca de una clara victoria de la expresividad frente a la información necesaria; de hecho, es tan abrumadora la diferencia de fuerzas que esa expresividad se termina confundiendo con un exceso de ganas por demostrar la enorme capacidad para hacer arte y el dominio que se tiene de una situación que, por otra parte, no debe ser dominada sino engrandecida. Y si el narcisismo se deja ver tenemos un problema sobre el escenario.

Así, el grado de exigencia que soporta el espectador es tremendo. El contraste del negro sobre el blanco durante una hora y tres cuartos es tan agotador como el esfuerzo que requiere entender lo que se cuenta. Los bailarines se entregan por completo y emocionan al comenzar aunque tanto aparato y tanto elemento acaba por sepultar su talento. Un primer cuadro que representa el mundo de la moda y los negocios en lo que todo lo ordena un poder que convierte en iguales a las personas que se arremolinan alrededor de una realidad de cartón piedra da paso a otro en el que vemos sólo las piernas de los bailarines que rematan la idea anterior; una niña que se hace mujer, las envidias y los entresijos del mundo del arte… y llega un momento en el que hay que desconectar porque la fatiga que provoca deducir, intuir o inventar, es tal que se hace carga insoportable (por cierto, la música sintetizada llega a ser abrumadora, perturbadora y bastante aburrida). Todo se alarga de forma innecesaria y casi grotesca por la vanidad y el egocentrismo que todo lo envuelve (el cuadro final protagonizado por Rubén Olmo resulta exagerado y no parece que sea demasiado bueno para un espectáculo que estaba agotado mucho antes de llegar ese momento).

'Afanador' dirigido por Marcos Morau. / Javier del Real
En cualquier caso, gusta esa clara reminiscencia al cine expresionista, el aroma al viejo teatro de sombras y esa Andalucía profunda representada por algunos momentos brillantísimos de los bailarines del BNE. Gusta el flamenco que suena (menos mal que rompe con la monotonía de lo que se convierte en ruido ensordecedor aunque la dicción del cantaor es escasa y no se entiende nada de lo que dice), los sones de la Semana Santa sevillana. Gustan muchas cosas aunque no gustan otras tantas.

Dicho todo esto, creo que estos espectáculos tan extravagantes pueden mejorar con el tiempo si son revisados con cariño y sin cargarse la esencia de la idea primitiva. Es más, seguramente, los espectadores sean capaces de leer mejor el espectáculo pasados unos días. Al fin y al cabo, han visto bailar y en el universo todo se mueve al mismo son. Lo ancestral termina brillando y dejándose ver. Y somos seres humanos en constante diálogo a través de las artes.

G. Ramírez


Afanador 
Dirección artística y coreografía: Marcos Morau (junto a Lorena Nogal, Shay Partush, Jon López y M. A. Corbacho) 
Escenografía: Max Glaenzel 
Vestuario: Silvia Delagneau 
Música: Juan Cristóbal Saavedra 
Músicos flamencos: Enrique Bermúdez, Jonathan Bermúdez y Gabriel de la Tomasa 
Iluminación: Bernat Jansà 
Audiovisuales: Marc Salicrú 
Ballet Nacional de España. Director artístico: Rubén Olmo. Teatro Real, Madrid.

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